jueves, 21 de octubre de 2010
Oasis
Y tanto que el cine social koreano o taiwanés es un oasis. Es un ejemplo de cómo denunciar el entorno salvaje de esos países hiperdesarrollados sin caer en la cursilada o el sentimentalismo barato, que lo pudre todo. Con qué gusto les sentaba yo a nuestros Fernandos Leones, nuestros Traperos y nuestros Josés Padilhas a tragarse unas buenas sesiones de este Lee Chang-Dong o de aquel Tsai Ming Lai al que nos recuerda tanto (El agujero, 1998).
Y no me vale eso de que los códigos o las formas de narrar orientales producen naturalmente extrañamiento, porque la industria del cine en Korea, igual que la japonesa, la taiwanesa y por supuesto la china, está claro que fabrican y exportan más que ninguna en el mundo películas de esas de acción lacrimosas que te harían rico y famoso allí igual que te lo hacen en Latinoamérica. Pero no, estos tipos voluntariamente han sabido resistirse con su cine.
Pensemos simplemente en el argumento de Oasis, tal y como lo cuentan en la sinopsis "oficial" de los cines:
Jong-du, un hombre con una leve discapacidad intelectual, acaba de salir de la prisión después de cumplir condena por un atropello accidental. Un día decide hacer una visita a la familia del hombre muerto en el accidente, y conoce a su hija, Gong-ju, que sufre parálisis cerebral. Jong-du y Gong-ju pronto mantendrán una relación amorosa que sufrirá la incomprensión de aquellos que los rodean.
Pues bueno, con una historia de ese tipo Lee Chang-Dong hace una obra maravillosa, despiadada, demostrando que no hay mejor manera de denunciar una sociedad idiota que con una narración cruel, sin concesiones al público amante de los tiritos, las carreritas de coches y los besitos húmedos. Y eso sin eludir la moraleja o el símbolo recurrente ("el regalo", como decía Propp), esas cosas que tanto nos repatean en las pelis comerciales. En Oasis la moraleja es sencilla: no desprecies al discapacitado simplemente por tener una apariencia diferente. Y su símbolo es facilón: unas sombras proyectadas contra un tapiz que a la protagonista, encerrada, le dan miedo.
Pero este tío las resuelve como un maestro. Simplemente. De vez en cuando levanta a la chica de su silla de ruedas y la muestra como una persona normal y corriente, con las mismas tontunas de una pijilla koreana de su misma edad. Y el árbol deja de proyectar sombras pavorosas en una escena final también pavorosa y valiente en la que Jong-du, el santo inocente en una sociedad de energúmenos, le sierra las ramas al árbol, entre bailes y arrebatos de ira, mientras la policía espera su caída.
Si hubiera sido Iñárritu, o Traperito, o Fernando León, ya hubieran hecho una bonita persecución policial antes de la penúltima escena, y a la toma definitiva, ay a la escena del árbol, le hubieran añadido una buena gotaza de suero en el lacrimal de la paralítica y una bonita música ambiental para provocar la misma respuesta en el ojo del respetable.
Oasis. Lee Chang-Dong. 2002