Hay veces que los narradores, los contadores de historias se embrollan. Lo pensábamos ayer viendo Kinetta (2005), del impresionante director griego Giorgos Lanthimos. Y lo pensábamos mucho mientras contemplábamos el espectáculo TN Pipol del grupo tunecino L'Atelier D este fin de semana pasado en Madrid.
Normalmente achacamos esos embrollos a los egos excesivos, a los superombligos, pero no siempre somos justos en ese juicio. A veces es todo lo contrario. Simplemente los artistas son demasiado generosos y se creen que sus códigos son accesibles para todo el mundo.
Los chicos de L'Atelier D, por ejemplo, son unos actores estupendos, unos bailarines tremendos, unos músicos intuitivos y maravillosos, unos inteligentes coreógrafos, unos videoartistas de puta madre, unos poetas sencillos y solidarios. Pero es que, además de eso, la mayoría de la gente del grupo L'Atelier D venía de estar en las calles de su país jugándose la vida en la primera de las revoluciones populares de 2011, la revuelta que nos ha llenado de rabia y esperanzas a millones de personas en el mundo. En privado, cuentan historias de milicianos entrando a hurtadillas en su local de ensayo y de vida, con las armas de matar buscando sangre. Y hablan de comités de defensa de la revolución, armados de palos y cuchillos de cocina, en los que ellos mismos se apostaban cada noche para no dejar pasar a la reacción.
Por eso mismo su espectáculo en aquella Casa Árabe llena de señoronas del Barrio de Salamanca, con el embajador de Túnez descamisado en primera fila y con las cámaras fascistas de Telemadrid en directo, nos supo a poco. Querríamos haber escuchado un mensaje más explícito dirigido a ese otro público comodón, un discurso menos estilizado. Querríamos haberles visto arriando y quemando la bandera de la Yamahiriya libia que presidía el patio de entrada al recinto de Casa Árabe, tal y como en algún momento se plantearon durante los ensayos. O llenando de pintura roja la parte blanca de la bandera de Bahrein.
Nos acordábamos mucho de Marco Canale, el dramaturgo argentino que se presentó en Madrid hace unos meses, en pantalón vaquero y camisa blanca, sin más atrezo que una botella de agua que acabó tirando contra la pared del fondo, y que nos contó a voces, con los nombres y apellidos de los responsables y sus silenciadores, la tragedia de la guerra en Colombia.
Los chicos de L'Atelier D es evidente que no era eso lo que habían venido a contarnos. Tal vez ellos ya habían hecho su revolución, y nosotros no estábamos, ni de lejos, en la posición de reprocharles nada. De hecho, llegamos a su función después de haber participado en una procesión contra el imperialismo y sus dictadores, por la emancipación de los pueblos árabes, a la que ni siquiera fuimos con las fotos de nuestro caudillo para hacer hogueras, ni con nuestras tiendas de campaña para acampar, como se debería, en mitad de la Puerta del Sol. Todavía, con la que ha caído, ni siquiera sabemos cómo se fabrica un cóctel molotov ni cómo se pone una máscara antigás para no quedarnos llorando después del primer envite de la policía.
Giorgos Lanthimos, el director griego, en 2010 le espetó a espectadores y críticos su Kinodontas, sin duda la película más valiente y más despiadada que vimos en el cine europeo el año pasado. Sin embargo en 2005 también se le veía un poco embrollado: unos actores robotizados se humillaban y reproducían, una y otra vez, lo que les mandaba un hombre detrás de una cámara; un señor con traje de chaqueta recorría interiores y exteriores como un autómata; a las escenas no se les veía ningún orden ni ningún concierto. Aquel país suyo se diría que era un territorio de seres grises y fríos donde los coches volcaban por sí solos y las heridas se abrían por accidente.
Pero algo más sí había. Llamémoslo una inquietud, o un susto. Nosotros ya deberíamos ser suficientemente mayorcitos para distinguir a un narrador que tiene algo que contar, y se embrolla, de alguien que se embrolla a la fuerza, porque no tiene nada que decirnos.