Cuando a uno le preguntan cuál es el género musical que más le gusta
en el mundo, lo normal es contestar que el rock, el pop, el blues, el
jazz, el punk, la música electrónica, el hip hop, el country, el gospel,
el swing o, si se es ya muy excéntrico (en el sentido literal de la
palabra), el reggae, el ska, o el afrobeat. Pero si uno contesta, por
más que lo haga con el corazón en la mano, que la música que más escucha
y más le emociona en el mundo es el qawwali pakistaní, entonces la
conversación conducirá indefectiblemente a un silencio escabroso en el
que, mientras el otro piensa de ti que eres un pretencioso, tú pensarás
de él que es un gañanazo, y ambos nos pondremos manos rápidamente a la
obra de buscar un nuevo tema de conversación que nos congenie o algún
tipo de excusa para despedirnos sin que la sangre llegue al río.
De verdad, no sabéis qué envidia me da escuchar a esa
gente que se enfrasca en largas conversaciones edificantes sobre grupos
musicales, conciertos memorables y discos devotamente adquiridos. Yo
nunca podré explicar a nadie que me dé coba lo que sentí cuando escuché
por primera vez a los Hermanos Sabri, o cómo encontré en la sección de
"world music" de una tienda de segunda mano de la calle Bleecker el
primer cedé de Abeeda Parveen, el Ji Sindhi Mehfil de 1981,
mezclado con los discos de Virgínia Rodrigues. El pobre encargado de
clasificar los discos, como no podía leer la carátula en urdu, había
decidido colocar a la cantante pakistaní al lado de quien tenía la cara
de hogaza más parecida en el mundo de la música del mundo, y a decir
verdad que la clavó: la brasileña Virgínia Rodrigues, por entonces
superfamosa en el gremio, es un clon de la grandísma Abeeda Parveen.
Después de unos cuantos años, ya me he dado cuenta de que, con los únicos que podré compartir entre lágrimas las sensaciones de escuchar el último concierto que dio Ustad Nusrat Fateh Ali Khan, ya gravísimamente enfermo, para el Channel V en Karachi en 1997 será con alguno de esos místicos que rezaban al dios Chac de la lluvia todas las mañanas en la acampada de Sol o esos jipis que vagabundean buscándose a sí mismos por las aldeas del Bierzo. Lo malo es que enseguida aprovecharán mi arrebol para intentar darme un abrazo colectivo y conducirme, ¡a mí que soy ateo!, al culto a la Pachamama o la investigación sobre las energías telúricas o los zumos de hortalizas. Es una pena.
Lamentaciones aparte, el "qawwali" es un género musical emocionante, luminoso, potentísimo, con una mezcla perfecta de improvisación y virtuosismo, unos fraseos vocales que interrumpen ritmos cardíacos y que anticipan el jazz clásico no sé cuántos siglos antes de las primeras bandas de "dixieland" de Luisiana. Y lo más importante para el asunto del que estamos hablando, es un tipo de música que hoy en día se escucha con pasión y se consume masivamente en un territorio con más de doscientos millones de habitantes. El número de seres humanos que acuden a los conciertos de "qawwali", compran los discos y veneran a los más famosos intérpretes de este género nada tiene que envidiar al de los que consumen rock o pop en Estados Unidos, Reino Unido y sus colonias.
¿Por qué, entonces, quien contesta qawwali en el "quiz" tonto de "cuál es tu música favorita" termina siendo un raruno, mientras que el que dice blues de Mississipi es un tipo informado y cabal? Pues obviamente porque somos víctimas del imperialismo cultural anglosajón. Al escuchar la maravillosa colección de discos de pizarra de RTVE en el programa Melodías Pizarras de Radio 3, a uno le entran fundadas sospechas de que nuestros abuelos, antes de la segunda gran guerra, tenían una cultura, o por lo menos una (digamos) tolerancia al espectro musical del planeta, mucho mayor que nosotros. En España en los años 30 y principios de los 40 las diferentes corrientes de la "música americana" competían en igualdad de condiciones con el calypso, el fado, la copla, el hula hawaiano, la bomba boricua o el biguine de la Martinica, y eran superados por goleada por la conga, el son, la polka o (ya no digamos) el bugalú cubano. ¿Qué hicieron los ganadores de aquella guerra para reducirnos así los cerebros y dar la vuelta a la tortilla hasta el punto de que ahora, quien comenta que Faiz Ali Faiz es su cantante vivo favorito, resulta que es un iluminado o un talibán? ¿Os imagináis qué habría pasado si los gobernantes alemanes hubieran ganado aquella guerra?
Cuando nos preguntasen cuál es el género musical que más nos gusta en el mundo, lo normal sería contestar que la "volkmusic" en general, en especial los grupos de schuhplattler progresivo, ländler electrónico y waltz, aunque también nos molan los cantautores de lied a lo acústico, los clásicos de la Barockmusik o, si nos queremos hacer los muy excéntricos (en el sentido estricto de la palabra), diríamos que nuestra música favorita es el yodel tirolés.
Después de unos cuantos años, ya me he dado cuenta de que, con los únicos que podré compartir entre lágrimas las sensaciones de escuchar el último concierto que dio Ustad Nusrat Fateh Ali Khan, ya gravísimamente enfermo, para el Channel V en Karachi en 1997 será con alguno de esos místicos que rezaban al dios Chac de la lluvia todas las mañanas en la acampada de Sol o esos jipis que vagabundean buscándose a sí mismos por las aldeas del Bierzo. Lo malo es que enseguida aprovecharán mi arrebol para intentar darme un abrazo colectivo y conducirme, ¡a mí que soy ateo!, al culto a la Pachamama o la investigación sobre las energías telúricas o los zumos de hortalizas. Es una pena.
Lamentaciones aparte, el "qawwali" es un género musical emocionante, luminoso, potentísimo, con una mezcla perfecta de improvisación y virtuosismo, unos fraseos vocales que interrumpen ritmos cardíacos y que anticipan el jazz clásico no sé cuántos siglos antes de las primeras bandas de "dixieland" de Luisiana. Y lo más importante para el asunto del que estamos hablando, es un tipo de música que hoy en día se escucha con pasión y se consume masivamente en un territorio con más de doscientos millones de habitantes. El número de seres humanos que acuden a los conciertos de "qawwali", compran los discos y veneran a los más famosos intérpretes de este género nada tiene que envidiar al de los que consumen rock o pop en Estados Unidos, Reino Unido y sus colonias.
¿Por qué, entonces, quien contesta qawwali en el "quiz" tonto de "cuál es tu música favorita" termina siendo un raruno, mientras que el que dice blues de Mississipi es un tipo informado y cabal? Pues obviamente porque somos víctimas del imperialismo cultural anglosajón. Al escuchar la maravillosa colección de discos de pizarra de RTVE en el programa Melodías Pizarras de Radio 3, a uno le entran fundadas sospechas de que nuestros abuelos, antes de la segunda gran guerra, tenían una cultura, o por lo menos una (digamos) tolerancia al espectro musical del planeta, mucho mayor que nosotros. En España en los años 30 y principios de los 40 las diferentes corrientes de la "música americana" competían en igualdad de condiciones con el calypso, el fado, la copla, el hula hawaiano, la bomba boricua o el biguine de la Martinica, y eran superados por goleada por la conga, el son, la polka o (ya no digamos) el bugalú cubano. ¿Qué hicieron los ganadores de aquella guerra para reducirnos así los cerebros y dar la vuelta a la tortilla hasta el punto de que ahora, quien comenta que Faiz Ali Faiz es su cantante vivo favorito, resulta que es un iluminado o un talibán? ¿Os imagináis qué habría pasado si los gobernantes alemanes hubieran ganado aquella guerra?
Cuando nos preguntasen cuál es el género musical que más nos gusta en el mundo, lo normal sería contestar que la "volkmusic" en general, en especial los grupos de schuhplattler progresivo, ländler electrónico y waltz, aunque también nos molan los cantautores de lied a lo acústico, los clásicos de la Barockmusik o, si nos queremos hacer los muy excéntricos (en el sentido estricto de la palabra), diríamos que nuestra música favorita es el yodel tirolés.