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Hoy veía cómo se difundía con bastante éxito en el Facebook este vídeo promocional de una empresa de servicios de Internet, llamada Purple Feather, en el que se presenta a un mendigo ciego, muy digno y bien vestido él, pidiendo limosna en las escaleras de una lluviosa calle de Europa. Pasa la gente y nadie le echa un céntimo en el cepillo, hasta que llega una chica, todo subversiva ella, y decide cambiar con su puño y con su letra las palabras que el pobre tiene escritas en un cartoncito. En vez de "Soy ciego, por favor ayuda", lo que la chica le escribe es "Hace un bonito día, y yo no puedo verlo". La revolución hace su efecto y la calderilla le empieza a llover al mendigo, que sintomáticamente acaricia los zapatos verdes de esa chica positiva, creativa, su mecenas en el mundo de los que saben ver.
El eslogan de la empresa es "cambia tus palabras, cambia tu mundo", pero a mí enseguida me da la impresión de que el mensaje que encierra es mucho más sutil y muy perverso, y se parece exactamente a lo contrario de lo que proclama. Es decir: 'decid y escribid muchas gilipolleces, chavales, veréis cómo así hacemos que no cambie nada en vuestra sociedad'.
En definitiva, me daba la impresión esta mañana de que un anuncio como este podía servir de ejemplo para ilustrar ese pensamiento positivo hipócrita que, tras la apariencia de espíritu de superación democrático, en realidad nos conduce, como sociedad y como individuos, a la inacción y a la desidia: nada se puede hacer contra las causas y los causantes de que un hombre esté mendigando en la puta calle, pero en todo caso hay que tener una actitud positiva, proactiva como dicen los de recursos humanos en las empresas, y cumplir así de paso con la segunda de las obras corporales de misericordia ("dar de comer al hambriento") y con la primera de las morales ("enseñar al que no sabe") que recomienda el Catecismo cristiano.
Leyendo aquel artículo, y viendo este anuncio, me acordé de que esa actitud mojigata, perfectamente dirigida y sancionada desde el poder, era una de las cuestiones fundamentales que me mantuvieron en un permanente estado de mala leche vital y de reacción los cuatro años que viví en Estados Unidos. Y ahora, cuando descubro poco a poco cómo esa ideología de "lo positivo", ese talante "fake" americano, está mucho más enquistado en la mentalidad de la gente de mi país de lo que me imaginé al volver, el mismo estado de cabreo perpetuo se me ha vuelto a instalar en el cuerpo, prometiéndome a buen seguro acabar con mis huesos otra vez en el destierro voluntario, si no en algún sitio mucho peor.
Y es que ya no es sólo el colega o el familiar pavisoso al que le acaban de echar de malas maneras del curro el que te cuenta que "mejor así, que así puedo buscarme otra cosa, o estudiar inglés, o hacer un máster", en vez de reclamar y defender lo que es suyo. Ya no es sólo la amiga del barrio que vive con su pareja en un sucucho insalubre de 15 metros cuadrados, tiene treinta y tantos años, dos másteres, cuatro idiomas y trabaja ocho horas en una universidad sin contrato a cambio de 600 euros al mes, la que te encuentras en la calle y te contesta a tu inquisidor "¿Qué tal estás?" con un jovial y naturalísimo "Muy bien, mejor que nunca". No sólo son ellos. Observo con rabia que incluso la gente más consciente, los chicos que están metidos hasta las cejas en los movimientos sociales y que verdaderamente están sacrificándose y dedicando sus vidas a que las cosas cambien, a veces se muestran invadidos por ese mismo "pensamiento positivo". Les encantan las "ruedas de emociones" después de una "acción" reivindicativa, les gustan los "performances" y la "interlocución crítica" con la policía. Se asustan cuando les dices que yo no puedo vivir más en la ciudad que es mía, porque todos los días hay redadas racistas en la puerta de mi casa, porque los abusos en materia laboral y la pasividad de la gente nos están llevando a condiciones de esclavitud física y psicológica propias de hace muchas décadas, y que es absolutamente imprescindible combatir esos abusos radicalizando nuestros gestos colectivos, dejando los performances y los folletos un rato y empezando a gritar en la calle para llamar abiertamente a la gente a la revolución (que me diga, movilización).
Al final, ellos también acaban acusándote de negativismo, de haberte dejado invadir por el individualismo capitalista y el mal rollo, sin darse cuenta de que salir a la calle a gritar, enfrentarse abiertamente con la policía cuando está infringiendo sus propias leyes y cometiendo crímentes en plena calle, o apelar sin tapujos a la desobediencia civil pacífica como único instrumento para dar la vuelta a lo que nos está pasando, en realidad son los gestos más optimistas y más positivos que caben en este momento.
Porque quien cree en la revolución social, y está convencido de que la tenemos ahí al alcance de la mano, en el fondo es una mujer o un hombre de acción. O sea una bomba de energía positiva, un mazo de optimismo por detonar.