Siempre a la sombra del maravilloso cine iraní de los noventa, emociona darse cuenta que Kaplanoglu cuenta historias de la vida cotidiana en pequeñas localidades de provincias de la misma manera que las cuentan los argentinos Mariano Llinás, Lucrecia Martel o Lisandro Alonso, o Jairo Boisier en Chile, o Cristian Mungiu o Porumboiu en Rumanía, o Piotr Dumala en Polonia, o el chino Wang Bing, o el mexicano Reygadas, o Harutyun Khachatryan, el increíble documentalista armenio.
No hablamos de odas a la descansada vida aldeana, nada de eso. Por lo general lo que analizan estas películas es la vida semiurbanita de la gente que habita en zonas medio industrializadas del mundo, muchas veces alejadas cientos de kilómetros de las grandes megalópolis, de los grandes núcleos de población que normalmente ambientan y protagonizan las películas que llegan a nuestros cines desde la "periferia" del mundo. En definitiva, hablan de la vida que vive aproximadamente la mitad de los habitantes de este planeta.
Parece como si estos narradores de historias se hubieran dado cuenta de que esa existencia falsamente inocua de mujeres y hombres corrientes que habitan espacios sin demasiad gracia merece toda la atención en estos tiempos que corren. Por una parte es un universo en peligro de extinción, puesto que el acecho de la burbuja inmobiliaria y la sobrepoblación mundial hacen que en breve estas regiones puedan convertirse en simples extensiones, maquinales espejismos de lo que pasa en las grandes capitales. Y al mismo tiempo, podría ser que la estafa económica global que estamos presenciando provoque un retorno masivo hacia estas zonas, como ya está ocurriendo en España.
En todo caso, fotografías dilatadas, sin más ornamentos que la belleza del paisaje, y relatos sosegados, sin forzar los argumentos, parecen la elección más digna a la hora de acercarse a mirar a estos seres humanos, como el lechero de Sut, cuya tensa existencia tranquila podría estar a punto de alterarse para siempre.