viernes, 29 de enero de 2021

Post data

Los datos que recoge la universidad de Johns Hopkins sobre la evolución del coronavirus en el mundo son cada vez más homogéneos. Ya no es la locura de los primeros meses, en los que no se entendía por qué en unos sitios se moría tantísima gente y en otros tan poca. 

Al menos en Europa y América, los datos son bastante parecidos. Los peores países del mundo ahora mismo, con las tasas de letalidad más altas, son países pequeños, con poblaciones envejecidas, pero tampoco tanto: Bélgica, Gibraltar, San Marino y Montenegro se acercan ya a los 2.000 muertos por coronavirus por cada millón de habitantes, con porcentajes de personas que se han contagiado entre su población cercanos al 10%. O sea, en un territorio en el que ya ha pasado la COVID una de cada diez personas, lo normal es que se haya muerto por esa enfermedad aproximadamente una de cada quinientas personas. En España la tendencia es la misma: ahora mismo estamos en 1.200 muertos por millón de habitantes con un 6% de la población que ya ha tenido o tiene la enfermedad. Otros países con un 6% de su población que ya se ha enfermado, tan diferentes y distantes como Suiza, Suecia y Panamá, informan de una proporción de muertos muy cercana a los 1.200 por millón de España. 

Con esta progresión cada vez más clara y consistente, los negacionistas que siguen defendiendo que deberíamos contagiarnos todos y ya está, en realidad lo que están pidiendo es que se sacrifique al 2 por ciento de la población, que al fin y al cabo ellos seguro que pertenecen al 98% restante joven y sano que va a seguir con su vida como si tal cosa. Son los mismos que en el curro mirarán para otro lado cuando echen a un compañero, o que preferirán llevar a sus hijos a un cole concertado o privado si en el público que les toca hay gitanos, migrantes o niños con discapacidad. Por eso los negacionistas son unos fascistas. 

Porque la verdadera conspiración no es que nos estén engañando con los datos de muertes ni con las vacunas ni con las características de la enfermedad, ni que nos nieve plástico, ni que haya aviones que destruyan con mercurio las nubes, ni que las antenas 5G se comuniquen con extraterrestres. La conspiración ya existía de antes, es muy sencillita y lleva delante de nuestras narices desde que nacimos. Se llama capitalismo, un sistema económico y político por el que 2.153 milmillonarios en el mundo acumulan la misma riqueza que 4.600 millones de seres humanos, de los cuales 690 millones pasan directamente hambre. La conspiración es que esos multimillonarios tengan dispuesto a su servicio todo un aparato militar y policial coercitivo para impedir que esos 690 millones de personas que están muriéndose de hambre se rebelen para arrebatarles lo que acaparan y se lo repartan para poder vivir dignamente o, por lo menos, para dejar de pasar hambre, como sería lo lógico y razonable.

¿Es que no es suficiente conspiración esa? Si viniese un marciano de esos en los que los conspiranoicos creen a la Tierra y se enterase del sistema en el que vivimos, con un genocidio diario de gente ahogándose en los mares o muriendo en las fronteras por intentar huir del hambre o las guerras inducidas por cuatro tipos que quieren vender armas o agenciarse recursos naturales, ¿no pensaría que estamos como gilipollas sufriendo en silencio una conspiración de dimensiones planetarias? 

Pues eso. La conspiración se llama capitalismo, ya existía y seguirá existiendo, adaptándose a cualquier circunstancia, a menos que haya una verdadera revolución social. La conspiración es que los cerdos que gobiernan nuestros países, por conservar los privilegios y las riquezas de un puñado de empresarios sinvergüenzas que necesitan mantener este sistema corrupto funcionando, no hayan paralizado de verdad todas las actividades hasta tener a toda la población vacunada, argumentando con todo su descaro que hay que conciliar la economía con la salud de la gente. La conspiración es que hayan empujado a la gente a contagiarse en los curros, en los coles e institutos, en los transportes públicos, que es donde se está cogiendo la enfermedad la mayor parte de la gente, no en fiestas nocturnas descontroladas. Los cerdos de nuestros gobernantes, ministros y consejeros no van a sacrificar al 2% de nosotros, como querrían los fascistas negacionistas, sino al 0,6 o 0,7 %, que serán los que acaben muriendo hasta que cierren por fin todas sus componendas y chanchullos y, para el verano o para diosabe cuándo, todo el mundo por fin esté vacunado. Y esta conspiración, la de estar pasando por encima de nuestras vidas a cambio de "conservar el tejido productivo", como dicen ellos, debería ser motivo más que suficiente para nosotros invadir capitolios, hacer barricadas, asaltar bancos y tiendas de lujo, derribar antenas y quemarlo todo para construir sobre las cenizas de este desastre un mundo radicalmente nuevo que ya está bien de que algunos tengamos que llevar escondido y, hasta con vergüenza a veces, encerrado en nuestros corazones.

 https://www.oxfam.org/es/notas-prensa/los-milmillonarios-del-mundo-poseen-mas-riqueza-que-4600-millones-de-personas

domingo, 3 de mayo de 2020

Cantharellus

 A estas alturas nadie podrá discutir que el principal resorte para activar los recuerdos en el ser humano son los virus. Especialmente unos con forma de corona que le hacen temer a la muerte y por consiguiente rememorar, como si no fuera a haber un mañana, vivencias, escenas de películas, paisajes, lecturas e incluso seres queridos, o por lo menos seres que alguna vez lo fueron, queridos.

El segundo resorte más importante para convocar recuerdos son sin duda los olores.

Pues bien, en la zona del Bierzo Occidental donde vivimos, que linda con O Courel y la sierra de Ancares, llegamos a una parte del año donde las sensaciones olfativas se disparan. Esta tierra pizarrosa, negra, cuando llueve y hace calor, huele muy fuerte, muy ácida, completamente distinto al apacible olor que desprendían las tierras calcáreas o arcillosas de nuestra infancia en Castilla las pocas veces que a partir de mayo llovía. Los limacos oscurísimos se multiplican aquí estos días en cada morrillo del camino, los cuervos hacen ruidos extraños peleándose por diosabe qué por los aires, los tallos fosforescentes de los helechos nuevos se desenroscan por los bordes de los caminos como dedos de lazarientos y los rayos calientes de un sol al que ya no estábamos acostumbrados empujan tenebrosas brumas por las laderas de los montes hacia los ríos después de cada chaparrón, al amanecer y cuando sale la luna.

Dentro de esas brumas, como concentradas, se vienen esencias de la flor de la retama negra (aquí “xestas”), de los taninos de las cortezas y de las hojas podridas de nogales y robles, o de los líquenes, que también huelen mucho en esta temporada, todo ello mezclado con esa inconfundible base de efluvio úrico que hierve de estos viejos sustratos de pizarras desde la Era Primaria. Y cuidado si una de esas bombas de perfume en atmósfera saturada te alcanza estando de caminata por el monte: la sensación puede llegar a ser mareante.

A mí, cuando mi pituitaria percibe estos potentes olores de primavera pasada (por agua), inmediatamente me vienen a la mente dos cosas: una, la primera vez que entré en un bosque húmedo tropical, en concreto uno en el curso alto del río Pance, subiendo a los Farallones que vigilan la ciudad de Cali, y dos, que tengo que ir a recoger ya los rebozuelos.

Allí en la cordillera que separa el valle del Cauca del océano Pacífico seguro que el aroma de frutos silvestres, flores, materia en descomposición y hongos de todo tipo era infinitamente más potente, por eso me impresionó tanto en mis tontos veinte años. Pero bueno, los recuerdos son así de caprichosos y en mi cerebro el olor de la mal llamada “montaña” berciana cuando llueve a finales de abril o mayo [o junio o julio, como hace dos años] está asociado con el de la selva colombiana. Eso sí, cuando encuentro la primera cantharellus cibarius se acabaron las asociaciones sensoriales, las sinestesias primaverales y su putamadre nostálgica: ya todo me huele, se me figura y me sabe a bendita cantharellus cibarius.

Y es que estas ‘cantaritas comestibles’, que así de prosaico es su nombre latino traducido al castellano, son un hongo excepcionalmente atractivo para nuestros sentidos sentidos. Lo primero por el momento del año especialmente sensible en que aparece: unos días muy concretos, con el verano a la vuelta de la esquina, pero con esa agua de mayo que por aquí no es tan benefactora para la agricultura como en la Meseta refranero-céntrica, sino que, por el contrario, se vuelve un elemento medio neurasténico, pues nos hace retrasarnos en el laboreo y la plantación de la huerta de verano, y al mismo tiempo, o quizá por ello, psicológicamente nos lastra, nos atasca, impidiendo que soltemos definitivamente el bagaje que traemos acumulado de los últimos seis meses: básicamente frío, oscuridad, confinamiento y venga lluvias.

Por describir un poco los sentidos a los que estas setas transversalmente apelan, empezaríamos por decir que las cantharelli tienen un color naranja impresionante, cuyos matices sobre el suelo se olvidan de un año para otro, pero que cuando vuelves a distinguirlas ya no hay soto de castaños que no sepas si tiene o no rebozuelos con una simple ojeada a cien metros de distancia.

Luego está la textura, el crujido cuando las sacas de la tierra, la robustez al tacto, que las hace ideales para deshidratar, para congelar y para cocciones largas sin que pierdan su tirantez ni su forma.

Mención aparte, por supuesto, se merece su aroma. ¿Qué podríamos decir del aroma? Las guías micológicas están llenas de poéticos nombres para los olores de las setas: que si esta tiene el toque de la almendra amarga, que si la otra es de un perfume ciánico, que si la de más allá huele seminal o rafanoide. Pero con las cantharelli se quedan siempre cortos. Afrutado, afrutado, ciertamente no es a lo que huelen. Huelen a melocotonazo. Y cuando digo melocotón superlativo no me refiero a esas frutas bonitas, ecológicas, que desde Murcia llenan las cestas de los grupos de consumo en la parte más pop del verano y de las que la gente tautológicamente dice que saben y huelen a lo que son. Más bien me refiero al ftalato del Pronto jabonoso que utilizaban las madres de los ochenta para limpiar y dejar relucientes los muebles de madera o chapa-ocumen. En realidad el olor de las cantharelli, y más cuando se te juntan ya unas cuantas en la cesta, es tan increíble que parece de artificio. Lo invade absolutamente todo, el monte, tu casa, la ropa, el lecho conyugal y hasta a los niños.

De hecho, me acuerdo muchísimo de cuando nuestro hijo tenía dos o tres semanas de vida. No había manera de que durmiera si no era bien embutido en el fular y con el bamboleo de un progenitor trotando cochineramente o, por lo menos, caminando a buen paso. Yo muchas veces aprovechaba la coyuntura y salía pitando con el crío a cuestas a recoger cantharellus. Cuando empezaba a desperezarse anunciando una nueva sinfonía de lloros, volvía corriendo a casa. Ya podía traer una sudada de mil demonios, o a veces una buena caca en el pañal, o algún bonito regüeldo de lactante sobre mi pecho, o simplemente su dulce cogote de recién nacido contra mi nariz de padrazo vasodilatado. Daba igual todo: a lo único que olía el mundo era a las setas que traíamos en la cesta; un olor que luego invadía la cocina al quitarles la tierra y, por supuesto, la tierra entera al cocinarlas. Porque nos faltaba por decir que estas setas, lo mismo a la plancha que confitadas, guisadas con carne, con queso, con huevos, frescas o rehidratadas, tienen un sabor exactamente idéntico a lo que huelen: a afrutado melocotonazo.

Fruity huge peach en inglés del meridiano.

Por otra parte, y al margen del tema de los olores, la seta cantharellus cibarius tiene otra característica maravillosa. Es un perfecto termómetro para calibrar el grado de capitalismo destructor que acecha su entorno. Un semáforo en ámbar, nunca mejor dicho, que puede dar paso, bien al verde natural de la hierba del estío o al rojo infernal del agostamiento químico, de la destrucción, del neoliberalismo ecocida. Me explico.

Las chantarelas nacen principalmente en sotos de castaños. Es verdad que alguna vez las he recogido en bosquecillos de robles relativamente viejos, con ejemplares que podrían tener cincuenta o setenta años, pero esos bosques siempre están contiguos a sotos de castaños que, aunque se los vea plantados en fila como un cultivo más, son considerablemente más viejos que los propios robles. O sea que el micelio se tuvo que haber extendido ladera arriba hacia el bosque de planifolios desde los castaños de cultivo y no viceversa. Lo que significa que la simbiosis entre los castaños y las cantharelli es absoluta en estas tierras y el hecho de que los frutos de los primeros sean la principal fuente de capital acumulable que sale de nuestra aldea hace que las segundas (que de momento a nadie le llaman la atención económicamente) puedan resultar interesantes como reflejo de las distintas maneras de obtener esa riqueza y distribuir su plusvalía.

Por lo que yo he observado, las cantharelli son extremadamente versátiles en su capacidad para aflorar cuando las condiciones climáticas le son propicias, casi tanto como lo es su carne desde un punto de vista culinario. No les atacan babosas [aquí alimachas] ni larvas de ningún insecto. A los corzos, porcotexos [tejones] y jabalíes les debe atraer algo su aroma o su color en las noches claras, porque a veces encontramos las setas tumbadas en zonas hozadas o pisoteadas con sus huellas, pero está claro que no se las comen. En general por aquí las chantarelas salen en terrenos orientados al sur; sin embargo, también en un par de sitios las he encontrado mirando completamente hacia el norte. Les gustan los suelos con mucho humus y sedimentos, bien drenados, como a casi todos los hongos, pero también las he visto salir tan campantes en terrenos horriblemente pedregosos, con poco o nada de mantillo y hasta encharcados. Incluso en sotos quemados pocas semanas antes de su floración, las cantharelli vuelven a aparecer tozudas. Pero a pesar de esa increíble adaptación al medio, donde sí que no salen bajo ninguna circunstancia es en suelos labrados o en terrenos que alguna vez han sido sulfatados con glifosato.

Eso quiere decir, en la práctica, que los rebozuelos más hermosos, los de tallo alto y sombrero lúbrico bien limpito, nacen en los sotos de castaños que pertenecen a gente cuyos padres o abuelos nacieron y vivieron aquí y que vienen por diversión en familia a recoger las castañas un par de veces en la temporada, a veces desde ciudades lejanas. Son castañas para autoconsumo o para regalar a otros familiares y amigos. Por eso nunca acaban de recogerlas todas, rastrillan poco o nada los erizos, no avientan las hojas con sopladores ni ningún artilugio parecido, tampoco desbrozan la hierba en verano para tener el soto como un campo de fútbol cuando empiezan a caer en octubre. Las propias hojas y erizos que se depositan cada otoño sirven para contener la aparición excesiva de gramíneas y ese mantillo que se acumula y va integrando año tras año en estos sotos digamos recreativos es el hábitat predilecto de los rebozuelos. Las cantharelli bonitas se llevan bien con la gente que no es agonías.

Las setas más pequeñitas, las que hay que limpiar a conciencia porque vienen más embarradas, en general proceden de sustratos bajo castaños que ya sirven para la explotación comercial. La cosecha de las castañas en estas fincas se sigue haciendo muchas veces en familia, pero con un fin marcadamente crematístico. En los almacenes de la zona compran al peso las castañas frescas a un precio que sigue subiendo cada año a medida que la demanda internacional aumenta (0,70-0,75€ /kg hace 6 años cuando vinimos y entre 1,10 y 1,25 este último año). Con ese valor en el mercado mayorista, gente que vive en otros pueblos grandes de la comarca o en la capital Ponferrada y que tenía los castaños medio abandonados en nuestro pueblo ha vuelto a interesarse por ellos, porque les proporcionan un importante sobresueldo en B durante las cuatro o cinco semanas de octubre y noviembre que dura la campaña. Esa gente controla bastante cantidad de árboles: los del abuelo y la abuela, los de los tíos-abuelos, los de algún pariente en Barcelona que ya no viene nunca al pueblo… Por eso, a pesar de que muchos se toman las vacaciones en sus puestos de trabajo para hacer la campaña y meterse en el bolsillo un pellizco equivalente a varios salarios mensuales; a pesar de que van a las castiñeiras desde que dios amanece hasta que anochece, llueva, nieve o haga sol; a pesar de que suelen ser gente relativamente joven en buena forma; a pesar de que no les duelan prendas en poner a currar a los niños si hace falta; a pesar de todos esos pesares, muchas veces se ven apurados de tiempo, sobre todo si la temporada es buena, para recoger tal cantidad de dinero que se les cae por los suelos. Por eso rastrillan y avientan las hojas y los erizos al menos una vez a mitad de la cosecha, para en la segunda mitad no perder tiempo seleccionando entre los erizos llenos y los que están vacíos. Además desbrozan en verano, para que no haya ni una brizna en octubre y noviembre, no vaya a ser que los dedos de las manos se les entretengan rebuscando castañas entre tabones de hierba. Algunos, en días soleados de invierno, vuelven al pueblo para amontonar y quemar todos los restos de la cosecha y, si el fuego se les descontrola, se van corriendo a sus casas en zonas residenciales del Bajo Bierzo y a ver quién va a decir que han sido ellos en esta microsociedad de engrasado clientelismo y mejor me callo no sea que un día me pase a mí y el hijo de fulanito no me deba el favor de su silencio. Lo importante es que cuando llegue el tiempo de las castañas maduras, esas bolitas brillantes por las que las urracas de los intermediarios te darán hasta treinta euros si se las llevas en un saco entero, ellos no vayan a quedarse sin recoger alguna de las que, por una cuestión de derecho consuetudinario, consideran que les pertenece.

Las setas cantharelli, que como hemos venido diciendo tienen un estómago de lo más agradecido, aún sobreviven en los terrenos de este tipo de propietarios bastante enojosos. Aunque por mayo la superficie esté bastante pelada de detritos orgánicos (que no de guantes de goma, botellas de cerveza o envoltorios de bocadillos), el micelio entre las raíces de los árboles que con amor plantaron los antepasados de esta gente aún debe estar sano y por eso, por un poco de dignidad o esperando tiempos mejores, se diría que las setas todavía aparecen, eso sí más pequeñas y engurruñadas de lo que deberían. En resumidas cuentas, las cantharelli se llevan mal, pero conviven, con los capitalistas obreros.

    

Con quienes las setas se llevan a patadas hasta el punto de que ya no nacen ni por descuido en sus soutos es con los grandes plutócratas. A lo mejor alguien está esperando oír hablar de multinacionales italianas o belgas con maquinaria monstruosa y fumigaciones devastadoras, metidas a saco en el suculento negocio de las castañas bercianas con sus complejas redes de tributación offshore. Pues no. De momento por aquí no se han visto empresas de esas. Los grandes plutócratas, con su monstruosa maquinaria, fumigación devastadora de RoundUp de Bayern-Monsanto y tributación offshore (o sea todo en negro) son señores jubilados. Avarientos jubilados asquerosos para ser más exactos. Gente que no tiene ninguna necesidad económica pero sí el afán por seguir compitiendo con el vecino de al lado para cosechar más castañas que nadie y convertirlas en moneda fiat que vaya directamente a aumentar los numeritos que le salen en la libreta del banco, esa que actualizan cada vez que van a la ciudad, porque no saben hacer otra cosa mejor con su vida y con su riqueza que acumularla. Como decía Bakunin sobre la producción capitalista y la especulación de los bancos, estos sujetos sienten la obligación de “ampliar sin cesar sus límites en detrimento de las especulaciones y las producciones menos grandes” (1). Hablamos de hombres que a un primer vistazo o fin de semana de turismo rural parecen entrañables, humildes o incluso inmersos en una fase connatural de decrecimiento económico. Comen de sus propias patatas, hablan a voces, hacen sus chorizos y sus orujos de sabores. A veces hasta te invitan a uno. Pero en la práctica, cuando convives con ellos, resultan ser personas más ambiciosas y miserables que un CEO de Repsol o de Amazon. Bueno, miento: más no. Igual de ambiciosos y miserables. Simplemente si no han llegado a ser grandes empresarios con muchos trabajadores explotados a su cargo es por no haber tenido la oportunidad o la pericia, porque las malas mañas, la taruguez y la ideología ultracapitalista las comparten idénticas. A lo mejor es precisamente por eso, porque no disponen de personal al que exprimir a diario (que es lo que realmente les proporcionaría la mayor satisfacción), por lo que pagan su frustración exprimiendo el medio en el que viven. Y lo mismo que los directivos de bancos o grandes trasnacionales tienen todo el dinero del mundo para pasar por encima de quien sea o de lo que sea con el fin de alcanzar sus deseos siempre irrealizables, estos jubilados tenedores de la mayoría de los castaños en nuestra aldea, disponen de todo el efectivo para comprar más y más terrenos cuando les dé la gana, plantar más y más castaños siempre que quieran, agenciarse tractores de último modelo con los aperos más descomunales para labrar absurdamente los sotos y tenerlos todos “limpios” como albero de plaza de toros, o en el peor de los casos para fumigar cubas enteras de glifosato con que envenenar el suelo y los acuíferos de varias generaciones, de modo que no solo ya no salga nunca más la cantharellus cibarius, sino los propios castaños centenarios y hasta milenarios se acaben enfermando y cayendo de tanto destruirles las raíces superficiales [luego le echan la culpa al chancro o a la avispilla].

    

Son varones jubilados que trabajaron como animales en Suiza, en Francia o por aquí en la mina, que ahora cobran suculentas pensiones que darían para vivir dignamente a dos familias numerosas cada una, pero que en vez de disfrutar de su retiro estándose en casa leyendo el periódico, paseando con la esposa, o cuidando a los nietos, no saben parar el carro y se morirán trabajando para mostrar que la tienen más gorda que la del de al lado, la cuenta del banco. Las cantharelli, como nosotros, ya no soportan a estos seres despreciables. Prefieren no brotar más antes que conocer tal miseria espiritual y se acaban yendo a micorrizar a otra parte.

Muchas veces los anarquistas [o a los que nos gustaría serlo] pecamos de elitistas al pensar que el capitalismo salvaje es cosa de grandes terratenientes, bien nobles rentistas por herencia o bien burgueses multimillonarios hechos (sinvergüenzas) a sí mismos, ambos vinculados en su idiosincrásica corrupción a los poderes estatales o supranacionales. Mientras, consideramos que todo obrero es un potencial anticapitalista al que simplemente le falta una pequeña agitación externa de su conciencia para volverse un compañero de lucha. De tanto hacerle caso al príncipe Kropotkin en su observación naíf de las comunidades humanas y los animalitos, acabamos perdiendo el norte y creyendo que cualquier persona de natural está dotada de capacidad para ejercer la solidaridad, el apoyo mutuo o imaginar la justicia social. Y si para colmo esa persona pertenece a la clase obrera, fue minero o migrante económico, y a día de hoy sigue trabajando todo el día en un entorno rural donde en su infancia conoció de facto la colectivización de la mano de obra [aquí fazendeiras] y la autogestión política concejil, entonces para qué te cuento: la bonhomía y hasta el carácter revolucionario parece que se los suponemos.

Sin embargo cuando habitas dentro de ese entorno te das cuenta de que eso no es cierto, o en buena medida no lo es. Una persona a la que desde los seis años han obligado a sacar a las vacas por el monte con un mendrugo de pan y un cacho de unto para todo el día, a la que a los doce años han forzado a meterse por agujeros minúsculos para ir abriendo galerías en las minas, a la que a los dieciséis o dieciocho han hecho emigrar a un sitio desconocido donde no entiende nada de lo que pasa, y que a los veinte ha vuelto de visita por su pueblo con un coche y un tocadiscos cuando los demás continuaban andando con sus carros de bueyes y sus panderetas, por desgracia no suele ser nadie capaz de plantearse otro sistema económico que el del libre mercado, la competitividad y la acumulación de la propiedad privada. Es, más que un potencial activo humano en defensa de lo común, el caldo de cultivo perfecto para el peor individualismo. Más que un custodio del territorio, un convencido ecocida. El problema es que a nosotros, los que quisiéramos ser libertarios, nos cuesta reconocer que el capitalismo, el culto al esfuerzo personal en un ambiente laboral y vital hostil donde el que tienes al lado en el tajo y hasta el vecino de tu pueblo se convierte en enemigo a batir, es una ideología francamente accesible, facilona, casi nomológica, o por lo menos mucho más apta para ser abrazada por un irresponsable al que la dureza del trabajo ha desprovisto de corazón que ningún comunismo autoritario, o mucho menos uno horizontal y asambleario. Autores como Rudolf Rocker sitúan la pérdida de ese “sentimiento moral de la responsabilidad del obrero (…) ante el hecho de estar él mismo forzado a figurar también соmо engañador de sus compañeros de clase a causa de la naturaleza у el modo de su actividad productiva” tan pronto como en 1871 en Francia, con la represión de la Comuna de París, y en España en 1873, “después del sometimiento de la revolución cantonalista” (2). Después de aquellos acontecimientos sangrientos que minaron para siempre la conciencia moral del obrero con respecto a su propia fuerza de trabajo, solo procesos revolucionarios profundos y en cierto modo impuestos de manera exógena en momentos históricos muy concretos han hecho que el obrero haya violado la norma y haya empezado a ser otra cosa ideológicamente que un peón del capitalismo salvaje. Llegados al día de hoy, con la propaganda estatista y capitalista abrumadora en los medios de comunicación, si albergamos todavía la ilusión de encontrar excepciones dentro de la burricie capitalista generalizada entre la clase obrera, antes que fijarnos en los antecedentes sociopolíticos o históricos de un colectivo humano dentro de un territorio, deberíamos empezar buscando más bien un poso de sensibilidad personal, una capacidad psicológica para la empatía, cierto amor por la naturaleza y por el prójimo independientemente de si pertenece o no a la familia. En definitiva, tendríamos que fijarnos más en ese algo difícil de describir que en un momento en la vida hace a un humano pararse a pensar qué coño está haciendo con su fuerza de trabajo y que en general no tiene nada que ver con la pertenencia a ningún grupo o clase social, o ya no digamos a una región o comarca. Y un buen ejemplo para probar que hoy en día las circunstancias que pueden convertirse en un germen de pensamiento antisistema en un trabajador no vienen dadas por ninguna pertenencia histórica, social o territorial, sino por una sensibilidad en el plano más íntimo son estos pensionistas avasalladores con los que nos hemos encontrado constantemente en las diferentes localidades bercianas donde hemos tenido cedidos frutales o viña [Villadepalos, Paradela del Río, Rimor, San Fiz]: nunca se te acercan para aportar un consejo sincero sino para dar lecciones o ridiculizar tu trabajo, nunca te hablan para interesarse por tus atributos, sino para demostrarte que ellos los poseen en grado más alto. De poco sirve que conocieran de primera mano el potente contexto sociohistórico de una organización política asamblearia que funcionaba, porque la sumisión que les impusieron padres y patrones en el ámbito doméstico y laboral se les fue convirtiendo a lo largo de su vida en un afán desmedido por tener sometidos a otros, justificándolo con los principios ideológicos del capitalismo más refinado; a saber, que el trabajo duro dignifica a las personas y que al final concede su recompensa individual a quien lo practica. Aquel reparto comunitario de la fuerza de trabajo que se hacía en tu pueblo cuando eras pequeño, aquellos servicios públicos que, ante la total ausencia del estado en estos parajes recónditos, se cubrían mediante la solidaridad y el mutualismo entre vecinos, y aquella toma de decisiones asamblearia que viste con tus propios ojos en el concejo abierto, lo considerarás un atraso. La superación personal, el tener un tractor más grande que el de al lado y el caciquismo representativo el progreso.

Y por eso mismo, si en el final de tu vida alguna vez te encuentras a un tipo con una cesta buscando setas por el campo, ningún interés humano te suscitará el hecho de conocer esas criaturas nacidas de la naturaleza: me refiero al recolector de setas y a las propias setas. Tu cabeza simplemente se devanará pensando dónde puedes encontrarlas más grandes, a cuánto se vende el kilo de ellas, o destruirlas todas para que nadie más ose aprovecharse de algo que estrictamente no sean tus sobras.

Bakunin, Mijaíl. Estatismo y anarquía. Buenos aires: Utopía libertaria, 2009. P. 19.

Rocker, Rudolf. La responsabilidad del proletariado ante la guerra. Móstoles: Madre tierra, 1991.  Pp. 17 y 20.

martes, 5 de julio de 2016

Kiarostami



Es verdad que Kiarostami, en los últimos años, se mostró como un viejo chocho, pedante y pijo (Shirín, de 2008, Copia certificada, de 2010...), además de un cobarde políticamente, incapaz de sacar la cara por la gente que estaba luchando contra la represión en Irán, incluidos algunos compañeros suyos de profesión. Pero también es verdad que Kiarostami hizo algunas de las películas más maravillosas que uno ha visto y, aunque su proceso de pijización no tenía vuelta de hoja y estaba claro que nunca más iba a hacer una película valiente, hoy da algo de pena saber que se ha muerto. 

Esta es la escena más emocionante que yo me he encontrado nunca en una sala de cine y ayer, al verla otra vez, se me volvieron a poner los pelos de punta. Es el final de Close-up, cuando el director de cine Mohsén Majmalbaf va a esperar a la puerta de los juzgados a Hoséin Sabzián, un pobre hombre real que se había hecho pasar por su ídolo Majmalbaf porque amaba el cine y el cine literalmente le había devorado. Sabzián llevaba tres semanas encarcelado por haber suplantado la identidad del hombre al que admiraba: diciendo que era Majmalbaf, se había metido en casa de una familia de gañanes ricos, que le habían agasajado e invitado a comer y dormir con la promesa de hacerles los protagonistas de su siguiente película. El día en que se dieron cuenta de la impostura, le denunciaron por abuso de confianza y Sabzián fue arrestado. Como explicó en el juicio, Sabzián sabía que le iban a detener, pero no hizo nada por evitarlo: se había creído su propia película. El día en que iba a ser puesto en libertad, a Kiarostami se le ocurrió hacer que el hombre al que admiraba Sabzián, su amigo Majmalbaf, estuviera esperándole con un ramo de flores y una motocicleta, y de ahí salir inmediatamente a grabar juntos la escena que Sabzián siempre había soñado dirigir y en la que Kiarostami o el propio Majmalbaf ni en sus mejores sueños se habrían imaginado poder participar, por más premios en Locarno o en el Festival de Hawaii que ya por aquel entonces hubieran recibido.

Cuando nadie sabía lo que era un docudrama, un falso documental, Kiarostami se topó a la puerta de los juzgados de Teherán con un agujero negro de la historia del cine. Supo esperar nervioso con su cámara centrifugadora y, aunque le falló el sonido, consiguió registrar el milagro. 

Ahora descansa en paz, artista. Que el silencio te sea leve.

domingo, 12 de junio de 2016

La profesora de Hogar


Frederick Wiseman
High School. EEUU. 1968

martes, 12 de abril de 2016

El empresario francés (y su pecera)


La loi du marché. 
Stéphane Brizé. Francia. 2015.

lunes, 6 de julio de 2015

No poner canción


Liliana Felipe. No poner canción (3'34'')
En Matar o no matar. Buenos Aires: Los Años Luz Discos / Ediciones El Hábito, 2006

ἀναρχία

Enhorabuena a los 4.054.521 griegos llamados a votar hoy que no lo han hecho. Son los ganadores del referéndum. Son en casi medio millón más numerosos que los que han dicho que "no" al paquete de medidas de austeridad y que sí a los politicuchos de sus gobernantes, para que sigan negociando con los politicuchos de la Troika y acaben llegando a un acuerdo entre politicuchos que terminará afectando directamente a sus vidas y sobre el que seguro que no les consultarán. En efecto, habrá que decir que Grecia sigue siendo la cuna de la democracia. En primer lugar, porque democracia no es que te pregunten una vez de ciento en viento qué es lo te parece cierta cuestión política y luego delegar en unos señores para que decidan sobre todas las demás; democracia es tomar las riendas de tu vida y asumir a diario tu responsabilidad como sujeto político, y por tanto no haber ido a votar en un referéndum esporádico es un gesto de infinita mayor responsabilidad política y de sensibilidad democrática que haber ido a votar sí o no. Y en segundo lugar, también habrá que decir que Grecia sigue siendo la cuna de la democracia porque en ese territorio siguen viviendo más de trescientos mil "metecos" (extranjeros con permiso de residencia) y se calcula que casi un millón de esclavos (extranjeros sin papeles, 132.524 de los cuales fueron deportados solo en el año 2010 por la autoridades griegas), a los que no se les permite votar aunque quieran y de los que nadie, ni de izquierdas ni de derechas, se acuerda, exactamente igual que en la antigua polis ateniense. Así que, aunque solo sea por solidaridad con los metecos y los esclavos de Grecia, idos a la mierda con vuestro όχι y vuestro ναί: ¡¡¡¡¡ἀναρχία!!!!!

miércoles, 1 de julio de 2015

El hilo


En el último disco de La Musgaña con Quique Almendros (Temas Profanos, Madrid: Karonte, 2003) había un tema cantado por Joaquín Díaz, que se llamaba Las hilanderas. Aquí está muy posiblemente la fuente de la que sacaron esa canción, una grabación de campo realizada  en un pueblo del Aliste que se conserva sin editar en el archivo de RTVE y que el otro día pinchó en su programa Músicas de tradición oral el musicólogo burgalés Gonzalo Pérez Trascasa. Por lo que dice el locutor, él mismo estuvo presente en la grabación hace más de veinte años, y los intérpretes fueron un tal Prudencio y una tal Victoria, a los que se iban sumando sus vecinos del pueblo: reproducían una ronda tradicional con la que los mozos llamaban en las noches de verano a las mozas que estaban hilando a las puertas de sus casas para que dejasen la labor y acudiesen al baile. Menudo cómo cantaba aquel Prudencio. A partir de ahora, cuando escuche la versión de Joaquín Díaz con los inconfundibles arreglitos al laúd y al acordeón de Carlos Beceiro, me temo que me va a parecer una cursilada.

martes, 16 de junio de 2015

La revolución social, será rural o no será

Joaquín Díaz. El borrego (2'11'')

sábado, 2 de mayo de 2015

Hacer el shingaling

Charlie Palmieri. 
Fat Papa (4'10")

martes, 14 de abril de 2015

En tu tumba

Reconozco que nunca leí a Eduardo Galeano, aparte de algunos microrrelatos de El libro de los abrazos, algunos artículos periodísticos y la infinidad de citas, sentencias y frases lapidarias que, sacadas de contexto o no, la gente comparte a diario en redes sociales, muros reales y virtuales, etc. Sin embargo, después de diez años estudiando literatura y acumular bonitos títulos de licenciatura, máster y doctorado, empecé a tener muy serias sospechas de que los buenos escritores no pisan nunca (ni vivos ni muertos) las universidades y que, para aprender leyendo, había que escapar de esas instituciones. Además, después de algunos años de activismo político, llegué a la conclusión de que ningún pensador ni ningún luchador por los derechos de las personas se manosea ni se abraza jamás con un gobernante. Si lo hace es que no es ningún pensador razonable ni ningún luchador por nada, sino más bien un hipócrita y un estómago agradecido, capaz de justificar en fin el abuso, la tortura y la muerte de unos seres humanos a cambio del mantenimiento de los privilegios de otros seres humanos, los suyos. Me muero de ganas por acabar las obras de mi casa y terminar de poner la huerta, para volver a tener un rato para coger un libro sin que se me caiga de las manos a los cinco minutos. Desde luego, no será ningún libro de Eduardo Galeano. Los libros de Galeano que se los lean sus amigos presidentes, sus amigos machirulos, sus amigos bigotudos en chándal, sus amigos con banderitas, sus amigos profesores progres, sus amigos dictadores. Que se los lean preferiblemente todos juntos en la tumba.

martes, 3 de febrero de 2015

Belarmino, la muerte importante


El domingo pasado murió Belarmino, uno de los quince habitantes reales de nuestro pueblo y el cuarto de mayor edad. Murió a los 84 años en su casa, la casa que había sido de sus padres, al lado de su hermana Josefa, tres años mayor que él y viuda desde hace más de veinte. Debió de ser una embolia o un infarto cerebral de esos fulminantes, porque cuando la ambulancia llegó al pueblo tres cuartos de hora después de que la llamaron, Belarmino ya llevaba más de media hora muerto. Según contaba Josefa, aquella mañana no había querido desayunar ni levantarse de la cama (algo que por otra parte no debía ser tan extraño, con el frío que debía hacer en una casa sin otra calefacción que la cocina de leña). Solo pidió una botella de agua, que se bebió de dos veces. Cuando llegó la hora de comer y Josefa intentó ayudarle a salir de la cama, Belarmino se cayó al suelo y empezó a decir frases que ella no comprendía.

Nosotros no imaginábamos que la desaparición de Belarmino nos fuese a dejar un vacío tan profundo y tan extraño. Un vacío que significa cosas que, de puro simples, todavía nos cuesta explicarnos. Al morirse, Belarmino deja un espacio físico inerte, todo un barrio del pueblo, el Barrio del Teso, completamente deshabitado. Además, disuelve una microsociedad irrepetible, seca un manantial de conocimientos prácticos y, lo que es más significativo, se lleva por delante una colección de recuerdos relativos a un entorno mediato en el que nosotros habitamos que jamás podrán ser transmitidos de nuevo.

Sin quererlo, en un pueblo tan pequeño como el nuestro, la conversación diaria con Belarmino se había vuelto una parte importante de nuestra existencia. En verano él pasaba todas las mañanas por delante de nuestra casa camino de un pequeño huerto que cuidaba cien metros más abajo. En cuanto se empezaban a escuchar por la ventana del baño los chasquidos de sus dos muletas, yo sabía que tenía dos minutos justos para salir a la puerta y encontrármelo allí mirando fijamente alguna herramienta que nos habíamos dejado fuera, o el cubo de pintura sin lavar, o al farol de la casa del pueblo todavía encendido gracias al “pinchazo” al alumbrado público qué él conocía y sobre el que siempre mantuvo, como el resto de los vecinos, una malvada discreción. Un indefectible “vou regar os cebolos” se cruzaba con mi primer saludo y dirigía, de forma ritual, mi primera conversación del día, que él se esforzaba en llevar siempre hacia el terreno de la climatología o las enfermedades, y yo hacia la trayectoria de su vida personal, o hacia la historia más íntima de los hábitos del pueblo.

Este invierno, y sobre todo en los últimos meses, Belarmino ya no llegaba más lejos de “As Airas”, la plaza del pueblo, unos treinta metros en inclinada pendiente hacia abajo desde la puerta de su casa. La cojera causada por una pierna inútil desde la infancia y la obligación de caminar sobre dos bastones debía provocarle calambres que se acrecentaban con el frío y reducían a diez o quince el número de pasos que podía dar sin tener que pararse a descansar. A mí, cuando no tenía prisa y Belarmino no andaba por la plaza, me interesaba demorarme prolongando la tarea de tirar la basura. Subía y bajaba la tapa del contenedor varias veces, me ataba los cordones, recogía algún plástico caído en el suelo, y Belarmino, que desde la ventana de su casa disfrutaba de un ángulo de visión completo sobre la plaza, casi nunca me fallaba: ahí aparecía en lo alto del camino, con su silueta de escarabajo, haciendo que todo pareciera como la hora exacta de su paseo. A medida que iba bajando la rampa, uno podía ir descubriendo, lo primero, su sonrisa infinita, que cualquiera que no la conociera interpretaría como una mueca de dolor insoportable. Después un rostro blanquísimo y radiante sin una sola arruga, unos ojos azules y brillantes, y al final del todo esa nariz de aguilucho tan característica con la que husmeaba de medio lado todo lo que ocurría en el pueblo. Esa es la imagen que ahora me queda del último Belarmino, encaramado como cuervo en la soleada mañana del sábado, iniciando su patoso descenso hacia la plaza. De humor, la verdad es que le encontré especialmente contento. Casi seguro que se debía a que por la tarde iba a haber gente en el pueblo: se celebraba la misa del “cabo de año” de Jesús, su compañero de paseos el verano en que nosotros aterrizamos aquí, y el pueblo se iba a llenar de sus familiares y antiguos convecinos.

Como siempre cuando se muere alguien importante, uno recuerda la última conversación que mantuvo con él y empieza a dar sentido absurdamente trascendente a las palabras que le escuchó decir. Yo aquella mañana de sábado, como todos los días, le pregunté a Belarmino qué tal iba de su pata y él me dijo que peor que nunca. Pero la verdad es que eso me lo decía siempre. Accedí cortésmente a hablar un poco de enfermedades relacionadas con el frío húmedo, del sistema nervioso en general y de la ciática en particular, hasta que él me comentó que la vejez no tenía remedio. Ese era siempre un hito, el tema de nuestro diálogo que abría paso a la improvisación como en un buen estándar de jazz. Curiosamente, yo recuerdo que le dije que 84 años no me parecían tantos, que yo tenía un abuelo de 97 y que el otro día había visto en Internet una señora de 106 que estaba como una rosa. Él me dijo, con premonitoria sabiduría, que aquellos eran casos muy raros y que lo normal era haberse muerto ya a su edad. También me explicó algo de lo que no solía hablar: que la espalda se le había torcido mucho los años que estuvo haciendo trajes en Barcelona. 

Belarmino no solía hablar de los veinte años que pasó trabajando en Cataluña. Puestos a recordar el pasado, prefería hablar de sus años mozos en el pueblo, cuando sacaba a pastar las vacas, así nevase, lloviese o hiciese sol. Allí, recostado del lado de su pierna buena sobre alguno de los testigos de los prados del río, aprendió a tocar flautas de caña y a componer maniegos de mimbre, un arte por el que era famoso en todo el valle y que, después de mucho hacerse de rogar, nos había prometido enseñarnos el próximo agosto, cuando hubiéramos cortado un buen manojo de varas para trenzar.

Belarmino muy probablemente había enfermado de poliomielitis de niño. La manera en que Josefa nos describió una vez cómo en su casa se percataron de que su hermano pequeño había contraído el polivirus era al mismo tiempo inocente y salvaje, un ejemplo de lo que debió ser la vida en esta zona recóndita de la Península que algunos llamaban Las Hurdes del Norte:

- Estaba xogando coa miña irmá na porta de entrada cando intentou levantar e caeu. E non podería estar máis naquela perna.

Cuando el hambre de la Posguerra más apretaba por el Bierzo, los padres de Belarmino decidieron enviar a su hijo a aprender el oficio con un sastre de Veiga de Valcarce, y de allí, en unos meses, le mandaron a trabajar a Barcelona, donde una hermana mayor suya ya estaba sirviendo en casa de una familia pudiente. La pierna inválida del muchacho no había sido impedimento para que algún valiente emprendedor de alguna “pyme” del sector textil de aquella época le mantuviera de pie sobre una mesa de trabajo hasta 12 horas al día durante seis días a la semana. La cojera, que podía haberse sobrellevado bastante bien con ortopedia y un solo bastón, se convirtió en esos años en una severa deformación de columna que le causó graves problemas de movilidad de adulto y una invalidez casi total de anciano.

Por primera vez desde que llegamos a este lugar, la tarde de la muerte de Belarmino, S. y yo compartimos una necesidad enorme de salir corriendo del pueblo. Sin embargo, ni la ciudad de la que venimos ni ningún otro lugar conocido nos servía de refugio. Desafectos, como urbanitas que todavía somos, al acontecimiento social que es la muerte, supongo que lo que inconscientemente pretendíamos era huir de la sombra que ésta proyecta en su sentido más puro, más doméstico y más antiguo: es la desaparición de un ser humano que de repente lo invade todo. Frente a ese sentimiento tan natural y, ¿por qué no?, enriquecedor, la constatación de la indiferencia y la burricie con la que el “entorno del pueblo” afrontó la noticia también nos causó un desasosiego centrífugo, una desazón que nos impulsaba a alejarnos de este espacio en el que el hombre que acababa de desaparecer había dejado, con humilde tesón de décadas, un rastro importantísimo que nosotros, intrusos, nos quedábamos transitando de forma casi obscena.

Entre que la ambulancia se marchó vacía del pueblo, llegó el coche fúnebre  y se fue abrumadoramente lleno, mediaron unas horas interminables. Era domingo de cacería y en todo ese tiempo no dejaron de escucharse atronando la vega del río las cornetas, los ladridos, el vocerío y los disparos de los cazadores que se dicen de “la cuadrilla de San Fiz”, en desaforado cerco al jabalí y a los jabalíes. De los diez o doce cazadores de esa cuadrilla solo dos viven todo el año en el pueblo. Los demás son hijos de vecinas y vecinos muertos o emigrados en los años 60 y 70 a los municipios cercanos a Ponferrada,  hoy suburbios de esa ciudad provinciana. La batida, con sus realas de perros con collares provistos de GPS y walkie-talkies de última generación, solo se interrumpió unos minutos después de que se marchara la ambulancia, para que un par de todoterrenos subieran a los dos sobrinos de Belarmino que participaban en la batida. Se desmontaron aparatosamente de los coches con sus trajes militares y empezaron a revolotear por alrededor de la casa haciendo llamadas crispadas por el teléfono móvil, mientras Josefa, con su precioso vestido de luto perfectamente planchado desde hacía años, esperaba silenciosa sentada en un taburete de la cocina de casa. Los conductores de los todoterrenos, sin ni siquiera bajarse, volvieron rápidamente a su festín de caza.

Poco después de que la funeraria se marchase definitivamente del pueblo, en uno de nuestros atolondrados paseos por el pueblo sin saber si era apropiado volver a acercarnos a la casa de Josefa, nos encontramos expuesto en medio de la plaza un jabalí macho ensangrentado, lleno de agujeros en los cuartos traseros. Le acababan de balear con saña mientras escapaba. Al día siguiente, durante el funeral de Belarmino, el charco de la sangre del jabalí presidió toda la ceremonia. Allí, en mitad de la plaza, junto a la iglesia, los cazadores tienen costumbre de descuartizar sus trofeos al final de cada jornada. Las patas de atrás son para los que dispararon los tiros de gracia, las de delante para quien las pida. Los otros restos, incluida la cabeza, para el contenedor de la plaza, con su correspondiente reguero de sangre que solo varios días seguidos de lluvia consiguen borrar. Parece que a ninguno de los cazadores se le ocurrió pensar que aquella plaza donde Belarmino pasó literalmente media vida debería quedar limpia la víspera de su entierro. En realidad, para ellos Belarmino no era más que aquel viejo sin importancia que algún día tenía que morir como ya se han muerto casi todos los viejos sin importancia de la zona.

Y es que el despoblamiento de nuestro medio rural es un proceso mucho más complejo y jodido de lo que la gente en las capitales suele imaginarse. Ojalá los ancianos como Belarmino se fueran muriendo y simplemente dejaran sus casas sin escriturar y abandonadas a su suerte hasta quedar convertidas en ruinas entre los fresnos y las zarzas, como las ruinas de los castros celtíberos. Ojalá fuera así, pero la realidad no es esa. La realidad es que, con la muerte de ancianos como Belarmino, nuestros pueblos están pasando a manos de estos hijos, sobrinos y nietos de los antiguos habitantes, que ya no tienen ningún apego emocional hacia los pueblos, porque no tienen nada que ver con la vida humilde y heroica de sus últimos empadronados. Estos herederos, en lo que se refiere a sus costumbres, son familiares muy, pero que muy lejanos de gente como Belarmino. Ellos, más que las reformas de las leyes, son quienes constituyen el peligro más inminente para nuestras aldeas y pedanías, un peligro que en la práctica nos acecha desde chalets adosados y apartamentos con televisión de plasma y garaje de dos plazas en áreas suburbanas a decenas, cientos e incluso miles de kilómetros de nuestras aldeas. Ellos son los que, si no ponemos un remedio revolucionario a tiempo, no solo van a impedir que las hordas de jipis neorrurales, en el muy hipotético caso de que las hubiera, ocupen las casas vacías de nuestros ancianos muertos y devuelvan a los pueblos su rutina, sino que además van a conseguir que las casas no se derrumben tranquilamente. Antes las reformarán con bloques de hormigón, raseados de cemento gris y parcheados de pladur para albergar en ellas sus comilonas de domingo o sus cenas de los días de las fiestas del pueblo, o para aparcar sus odiosos "quads" cualquier mañana de lo que ellos consideran una excursión al campo. Los ancianos como Belarmino fueron de vital importancia a la hora de frenar las arremetidas destructoras de ese sector de la sociedad, encarnada por sus sobrinos y sobrinietos, que los despreciaba por considerarles irrelevantes en cuanto ajenos a su pasión por el consumo. Una vez muertos los viejos, los pueblos serán de los gañanes de ciudad,  y podrán hacer con ellos lo que más les apetezca. 


Por poner un ejemplo, al morir Belarmino, su desaparición arrastra también a Josefa, que, al quedarse sola y sin su principal quehacer, que era cuidar de su hermano, se ha marchado a vivir con una hija en la periferia de Ponferrada. Belarmino y su hermana Josefa no solo dejan la enorme casa familiar deshabitada, sino que también abandonan un enorme "palheiro" de más de dos siglos, la construcción más bonita y antigua del pueblo, con secadero de castañas en la buhardilla, donde con pulcritud criaban sus conejos y sus gallinas y guardaban los antiguos aperos de labranza. Además, como dijimos antes, la ausencia de Belarmino y Josefa deja al pueblo huérfano de un amasijo de conocimientos, recuerdos y ficciones autorreferenciales, y también de algo cuya importancia no debemos obviar: una auténtica base de datos sobre los propietarios y las lindes de cada quien en esta tierra de alienante minifundio. Esa base de datos servía para resolver o exorcizar atrabiliarios conflictos de propiedad, sobre todo entre esos herederos, los gañanes de ciudad, que ya no viven en el pueblo, y, en lo que nos afecta a nosotros, podía haber sido de gran utilidad a la hora de saber a los hijos de quién nos teníamos que enfrentar al hacer uso (para nosotros o para los compañeros que en el futuro quieran venir a poblar esta aldea) de las tierras o los predios deshabitados.

De mañana no pasa que vaya a acercarme al cementerio a echar unas semillas de perejil y albahaca, para tener algo que regar por allí cuando sea el verano.

Descansa en paz, Belarmino. Que la tierra no nos haga olvidar lo importante que fuiste.