El domingo pasado
murió Belarmino, uno de los quince habitantes reales de nuestro pueblo y el
cuarto de mayor edad. Murió a los 84 años en su casa, la casa que había sido de
sus padres, al lado de su hermana Josefa, tres años mayor que él y viuda desde
hace más de veinte. Debió de ser una embolia o un infarto cerebral de esos
fulminantes, porque cuando la ambulancia llegó al pueblo tres cuartos de hora
después de que la llamaron, Belarmino ya llevaba más de media hora muerto. Según
contaba Josefa, aquella mañana no había querido desayunar ni levantarse de la
cama (algo que por otra parte no debía ser tan extraño, con el frío que debía
hacer en una casa sin otra calefacción que la cocina de leña). Solo pidió una
botella de agua, que se bebió de dos veces. Cuando llegó la hora de comer y
Josefa intentó ayudarle a salir de la cama, Belarmino se cayó al suelo y empezó
a decir frases que ella no comprendía.
Nosotros no
imaginábamos que la desaparición de Belarmino nos fuese a dejar un vacío tan profundo
y tan extraño. Un vacío que significa cosas que, de puro simples, todavía nos
cuesta explicarnos. Al morirse, Belarmino deja un espacio físico inerte, todo
un barrio del pueblo, el Barrio del Teso, completamente deshabitado. Además, disuelve
una microsociedad irrepetible, seca un manantial de conocimientos prácticos y,
lo que es más significativo, se lleva por delante una colección de
recuerdos relativos a un entorno mediato en el que nosotros habitamos que jamás
podrán ser transmitidos de nuevo.
Sin quererlo, en
un pueblo tan pequeño como el nuestro, la conversación diaria con Belarmino se
había vuelto una parte importante de nuestra existencia. En verano él pasaba
todas las mañanas por delante de nuestra casa camino de un pequeño huerto que
cuidaba cien metros más abajo. En cuanto se empezaban a escuchar por la ventana
del baño los chasquidos de sus dos muletas, yo sabía que tenía dos minutos
justos para salir a la puerta y encontrármelo allí mirando fijamente alguna
herramienta que nos habíamos dejado fuera, o el cubo de pintura sin lavar, o al
farol de casa todavía encendido gracias a nuestro “pinchazo” al alumbrado
público qué él conocía y sobre el que siempre mantuvo, como el resto de los
miembros de la junta vecinal, una discreción malvada. Un indefectible “vou
regar los cebollos” se cruzaba con mi primer saludo y dirigía, de forma ritual,
mi primera conversación del día, que él se esforzaba en llevar siempre hacia el
terreno de la climatología o las enfermedades, y yo hacia la trayectoria de su
vida personal, o hacia la historia más íntima de los hábitos del pueblo.
Este invierno, y
sobre todo en los últimos meses, Belarmino ya no llegaba más lejos de “As Airas”,
la plaza del pueblo, unos treinta metros en inclinada pendiente hacia abajo desde la puerta
de su casa. La cojera causada por una pierna inútil desde la infancia y la
obligación de caminar sobre dos bastones debía provocarle calambres que se
acrecentaban con el frío y reducían a diez o quince el número de pasos que
podía dar sin tener que pararse a descansar. A mí, cuando no tenía prisa y
Belarmino no andaba por la plaza, me interesaba demorarme prolongando la tarea de tirar la basura. Subía y bajaba la tapa del contenedor varias veces, me ataba
los cordones, recogía algún plástico caído en el suelo, y Belarmino, que desde
la ventana de su casa disfrutaba de un ángulo de visión completo sobre la plaza,
casi nunca me fallaba: ahí aparecía en lo alto del camino, con su silueta de
escarabajo, haciendo que todo pareciera como la hora exacta de su paseo. A
medida que iba bajando la rampa, uno podía ir descubriendo, lo primero, su
sonrisa infinita, que cualquiera que no la conociera interpretaría como una
mueca de dolor insoportable. Después un rostro blanquísimo y radiante sin una sola
arruga, unos ojos azules y brillantes, y al final del todo esa nariz de
aguilucho tan característica con la que husmeaba de medio lado todo lo que ocurría
en el pueblo. Esa es la imagen que ahora me queda del último Belarmino, encaramado
como cuervo en la soleada mañana del sábado, iniciando su patoso descenso hacia
la plaza. De humor, la verdad es que le encontré especialmente contento. Casi seguro que se debía a que por la tarde iba a haber gente en el pueblo:
se celebraba la misa del “cabo de año” de Jesús, su compañero de paseos el
verano en que nosotros aterrizamos aquí, y el pueblo se iba a llenar de sus familiares
y antiguos convecinos.
Como siempre
cuando se muere alguien importante, uno recuerda la última conversación que
mantuvo con él y empieza a dar sentido absurdamente trascendente a las palabras
que le escuchó decir. Yo aquella mañana de sábado, como todos los días, le
pregunté a Belarmino qué tal iba de su pata y él me dijo que peor que nunca.
Pero la verdad es que eso me lo decía siempre. Accedí cortésmente a hablar un
poco de enfermedades relacionadas con el frío húmedo, del sistema nervioso en
general y de la ciática en particular, hasta que él me comentó que la vejez no
tenía remedio. Ese era siempre un hito, el tema de nuestro diálogo que
abría paso a la improvisación como en un buen estándar de jazz. Curiosamente,
yo recuerdo que le dije que 84 años no me parecían tantos, que yo tenía un
abuelo de 97 y que el otro día había visto en Internet una señora de 106 que
estaba como una rosa. Él me dijo, con premonitoria sabiduría, que aquellos eran
casos muy raros y que lo normal era haberse muerto ya a su edad. También me explicó
algo de lo que no solía hablar: que la espalda se le había torcido mucho los años que estuvo haciendo trajes en Barcelona.
Belarmino no solía
hablar de los veinte años que pasó trabajando en Cataluña. Puestos a recordar
el pasado, prefería hablar de sus años mozos en el pueblo, cuando sacaba a pastar
las vacas, así nevase, lloviese o hiciese sol. Allí, recostado del lado de su
pierna buena sobre alguno de los testigos de los prados del río, aprendió a
tocar flautas de caña y a componer maniegos de mimbre, un arte por el que era
famoso en todo el valle y que, después de mucho hacerse de rogar, nos había
prometido enseñarnos el próximo agosto, cuando hubiéramos cortado un buen
manojo de varas para trenzar.
Belarmino muy
probablemente había enfermado de poliomielitis de niño. La manera en que Josefa
nos describió una vez cómo en su casa se percataron de que su hermano pequeño había
contraído el polivirus era al mismo tiempo inocente y salvaje, un ejemplo de lo
que debió ser la vida en esta zona recóndita de la Península que algunos
llamaban Las Hurdes del Norte:
- Estaba xogando coa miña irmá na porta de entrada cando intentou levantar e caeu. E non podería estar máis naquela perna.
Cuando el hambre
de la Posguerra más apretaba por el Bierzo, los padres de Belarmino
decidieron enviar a su hijo a aprender el oficio con un sastre de Veiga de Valcarce,
y de allí, en unos meses, le mandaron a trabajar a Barcelona, donde una hermana
mayor suya ya estaba sirviendo en casa de una familia pudiente. La pierna
inválida del muchacho no había sido impedimento para que algún valiente emprendedor
de alguna “pyme” del sector textil de aquella época le mantuviera de pie sobre
una mesa de trabajo hasta 12 horas al día durante seis días a la semana. La cojera,
que podía haberse sobrellevado bastante bien con ortopedia y un solo bastón, se convirtió en esos
años en una severa deformación de columna que le causó graves problemas de
movilidad de adulto y una invalidez casi total de anciano.
Por primera vez
desde que llegamos a este lugar, la tarde de la muerte de Belarmino, S. y yo compartimos
una necesidad enorme de salir corriendo del pueblo. Sin embargo, ni la ciudad
de la que venimos ni ningún otro lugar conocido nos servía de refugio. Desafectos,
como urbanitas que todavía somos, al acontecimiento social que es la muerte, supongo que
lo que inconscientemente pretendíamos era huir de la sombra que ésta proyecta en su sentido más
puro, más doméstico y más antiguo: es la desaparición de un ser humano que de
repente lo invade todo. Frente a ese sentimiento tan natural y, ¿por qué no?,
enriquecedor, la constatación de la indiferencia y la burricie con la que el “entorno
del pueblo” afrontó la noticia también nos causó un desasosiego centrífugo, una
desazón que nos impulsaba a alejarnos de este espacio en el que el hombre que acababa de desaparecer había dejado, con humilde tesón de décadas, un rastro importantísimo que nosotros,
intrusos, nos quedábamos transitando de forma casi obscena.
Entre que la
ambulancia se marchó vacía del pueblo, llegó el coche fúnebre y se fue abrumadoramente lleno, mediaron unas
horas interminables. Era domingo de cacería y en todo ese tiempo no dejaron de
escucharse atronando la vega del río las cornetas, los ladridos, el vocerío y
los disparos de los cazadores que se dicen de “la cuadrilla de San Fiz”, en
desaforado cerco al jabalí y a los jabalíes. De los diez o doce cazadores de
esa cuadrilla solo dos viven todo el año en el pueblo. Los demás son hijos de
vecinas y vecinos muertos o emigrados en los años 60 y 70 a los municipios
cercanos a Ponferrada, hoy suburbios de
esa ciudad provinciana. La batida, con sus perros con collares provistos de GPS y
walkie-talkies de última generación, solo se interrumpió unos minutos después
de que se marchara la ambulancia, para que un par de todoterrenos subieran a
los dos sobrinos de Belarmino que participaban en la batida. Se desmontaron aparatosamente de los coches con sus trajes militares y empezaron a
revolotear por alrededor de la casa haciendo llamadas crispadas por el teléfono
móvil, mientras Josefa, con su precioso vestido de luto perfectamente
planchado desde hacía años, esperaba silenciosa sentada en un taburete de la cocina de casa. Los
conductores de los todoterrenos, sin ni siquiera bajarse, volvieron rápidamente
a su festín de caza.
Poco después de
que la funeraria se marchase definitivamente del pueblo, en uno de nuestros
atolondrados paseos por el pueblo sin saber si era apropiado volver a
acercarnos a la casa de Josefa, nos encontramos expuesto en medio de la plaza
un jabalí macho ensangrentado, lleno de agujeros en los cuartos traseros. Le acababan
de balear con saña mientras escapaba. Al día siguiente, durante el funeral de
Belarmino, el charco de la sangre del jabalí presidió toda la ceremonia. Allí,
en mitad de la plaza, junto a la iglesia, los cazadores tienen costumbre de
descuartizar sus trofeos al final de cada jornada. Las patas de atrás son para los que dispararon los tiros
de gracia, las de delante para quien las pida. Los otros restos, incluida la
cabeza, para el contenedor de la plaza, con su correspondiente reguero de
sangre que solo varios días seguidos de lluvia consiguen borrar. Parece que a
ninguno de los cazadores se le ocurrió pensar que aquella plaza donde
Belarmino pasó literalmente media vida debería quedar limpia la víspera de su
entierro. En realidad, para ellos Belarmino no era más que aquel viejo sin
importancia que algún día tenía que morir como ya se han muerto casi todos los
viejos sin importancia de la zona.
Y es que el despoblamiento
de nuestro medio rural es un proceso mucho más complejo y jodido de lo que la
gente en las capitales suele imaginarse. Ojalá los ancianos como Belarmino se
fueran muriendo y simplemente dejaran sus casas sin escriturar y abandonadas
a su suerte hasta quedar convertidas en ruinas entre los fresnos y las zarzas, como las ruinas de los
castros celtíberos. Ojalá fuera así, pero la realidad no es esa. La realidad es
que, con la muerte de ancianos como Belarmino, nuestros pueblos están pasando a
manos de estos hijos, sobrinos y nietos de los antiguos habitantes, que ya no
tienen ningún apego emocional hacia los pueblos, porque no tienen nada que ver con
la vida humilde y heroica de sus últimos empadronados. Estos herederos, en lo que se refiere a sus costumbres, son familiares muy, pero que muy lejanos de gente como Belarmino. Ellos, más que las reformas de las leyes,
son quienes constituyen el peligro más inminente para nuestras aldeas y pedanías, un peligro que en la práctica nos acecha desde chalets adosados y apartamentos con televisión de plasma y garaje de dos plazas en áreas suburbanas a decenas, cientos e incluso miles de kilómetros de nuestras aldeas. Ellos son los que, si no ponemos un remedio
revolucionario a tiempo, no solo van a impedir que las hordas de jipis
neorrurales, en el muy hipotético caso de que las hubiera, ocupen las casas
vacías de nuestros ancianos muertos y devuelvan a los pueblos su rutina, sino que además
van a conseguir que las casas no se derrumben tranquilamente. Antes las reformarán
con bloques de hormigón, raseados de cemento gris y parcheados de pladur para albergar en ellas sus comilonas de domingo
o sus cenas de los días de las fiestas del pueblo, o para aparcar sus odiosos "quads" cualquier
mañana de lo que ellos consideran una excursión al campo. Los ancianos como Belarmino fueron de vital importancia a la hora de frenar las
arremetidas destructoras de ese sector de la sociedad, encarnada por sus
sobrinos y sobrinietos, que los despreciaba por considerarles irrelevantes en
cuanto ajenos a su pasión por el consumo. Una vez muertos los viejos, los pueblos serán de los gañanes de ciudad, y podrán hacer con ellos lo que más les apetezca.
Por poner un
ejemplo, al morir Belarmino, su desaparición arrastra también a Josefa, que, al
quedarse sola y sin su principal quehacer, que era cuidar de su hermano, se ha marchado a vivir con una hija en la periferia de Ponferrada.
Belarmino y su hermana Josefa no solo dejan la enorme casa familiar
deshabitada, sino que también abandonan un enorme "palheiro" de más de dos siglos,
la construcción más bonita y antigua del pueblo, con secadero de castañas en la
buhardilla, donde con pulcritud criaban sus conejos y sus gallinas y guardaban
los antiguos aperos de labranza. Además, como dijimos antes, la ausencia de Belarmino
y Josefa deja al pueblo huérfano de un amasijo de conocimientos, recuerdos y ficciones autorreferenciales, y también de algo cuya importancia no debemos
obviar: una auténtica base de datos sobre los propietarios y las lindes de cada
quien en esta tierra de alienante minifundio. Esa base de datos servía para
resolver o exorcizar atrabiliarios conflictos de propiedad, sobre todo entre
esos herederos, los gañanes de ciudad, que ya no viven en el pueblo, y, en lo que nos afecta a nosotros,
podía haber sido de gran utilidad a la hora de saber a los hijos de quién nos
teníamos que enfrentar al hacer uso (para nosotros o para los compañeros que en el
futuro quieran venir a poblar esta aldea) de las tierras o los predios
deshabitados.
De mañana no pasa que vaya a
acercarme al cementerio a echar unas semillas de perejil y albahaca, para tener algo que regar por allí cuando sea el verano.
Descansa
en paz, Belarmino. Que la tierra no nos haga olvidar lo importante que fuiste.