Reconozco que nunca leí a Eduardo Galeano, aparte de algunos
microrrelatos de El libro de los abrazos, algunos artículos
periodísticos y la infinidad de citas, sentencias y frases lapidarias
que, sacadas de contexto o no, la gente comparte a diario en redes
sociales, muros reales y virtuales, etc. Sin embargo, después de diez
años estudiando literatura y acumular bonitos títulos de licenciatura,
máster y doctorado, empecé a tener muy serias sospechas de que los
buenos escritores no pisan nunca (ni
vivos ni muertos) las universidades y que, para aprender leyendo, había
que escapar de esas instituciones. Además, después de algunos años de
activismo político, llegué a la conclusión de que ningún pensador ni
ningún luchador por los derechos de las personas se manosea ni se abraza
jamás con un gobernante. Si lo hace es que no es ningún pensador
razonable ni ningún luchador por nada, sino más bien un hipócrita y un
estómago agradecido, capaz de justificar en fin el abuso, la tortura y
la muerte de unos seres humanos a cambio del mantenimiento de los
privilegios de otros seres humanos, los suyos. Me muero de ganas por
acabar las obras de mi casa y terminar de poner la huerta, para volver a
tener un rato para coger un libro sin que se me caiga de las manos a
los cinco minutos. Desde luego, no será ningún libro de Eduardo Galeano.
Los libros de Galeano que se los lean sus amigos presidentes, sus
amigos machirulos, sus amigos bigotudos en chándal, sus amigos con
banderitas, sus amigos profesores progres, sus amigos dictadores. Que se
los lean preferiblemente todos juntos en la tumba.