sábado, 15 de noviembre de 2014

Si no puedo bailar qawwali, no es mi revolución

Cuando a uno le preguntan cuál es el género musical que más le gusta en el mundo, lo normal es contestar que el rock, el pop, el blues, el jazz, el punk, la música electrónica, el hip hop, el country, el gospel, el swing o, si se es ya muy excéntrico (en el sentido literal de la palabra), el reggae, el ska, o el afrobeat. Pero si uno contesta, por más que lo haga con el corazón en la mano, que la música que más escucha y más le emociona en el mundo es el qawwali pakistaní, entonces la conversación conducirá indefectiblemente a un silencio escabroso en el que, mientras el otro piensa de ti que eres un pretencioso, tú pensarás de él que es un gañanazo, y ambos nos pondremos manos rápidamente a la obra de buscar un nuevo tema de conversación que nos congenie o algún tipo de excusa para despedirnos sin que la sangre llegue al río.

De verdad, no sabéis qué envidia me da escuchar a esa gente que se enfrasca en largas conversaciones edificantes sobre grupos musicales, conciertos memorables y discos devotamente adquiridos. Yo nunca podré explicar a nadie que me dé coba lo que sentí cuando escuché por primera vez a los Hermanos Sabri, o cómo encontré en la sección de "world music" de una tienda de segunda mano de la calle Bleecker el primer cedé de Abeeda Parveen, el Ji Sindhi Mehfil de 1981, mezclado con los discos de Virgínia Rodrigues. El pobre encargado de clasificar los discos, como no podía leer la carátula en urdu, había decidido colocar a la cantante pakistaní al lado de quien tenía la cara de hogaza más parecida en el mundo de la música del mundo, y a decir verdad que la clavó: la brasileña Virgínia Rodrigues, por entonces superfamosa en el gremio, es un clon de la grandísma Abeeda Parveen.

Después de unos cuantos años, ya me he dado cuenta de que, con los únicos que podré compartir entre lágrimas las sensaciones de escuchar el último concierto que dio Ustad Nusrat Fateh Ali Khan, ya gravísimamente enfermo, para el Channel V en Karachi en 1997 será con alguno de esos místicos que rezaban al dios Chac de la lluvia todas las mañanas en la acampada de Sol o esos jipis que vagabundean buscándose a sí mismos por las aldeas del Bierzo. Lo malo es que enseguida aprovecharán mi arrebol para intentar darme un abrazo colectivo y conducirme, ¡a mí que soy ateo!, al culto a la Pachamama o la investigación sobre las energías telúricas o los zumos de hortalizas. Es una pena.

Lamentaciones aparte, el "qawwali" es un género musical emocionante, luminoso, potentísimo, con una mezcla perfecta de improvisación y virtuosismo, unos fraseos vocales que interrumpen ritmos cardíacos y que anticipan el jazz clásico no sé cuántos siglos antes de las primeras bandas de "dixieland" de Luisiana. Y lo más importante para el asunto del que estamos hablando, es un tipo de música que hoy en día se escucha con pasión y se consume masivamente en un territorio con más de doscientos millones de habitantes. El número de seres humanos que acuden a los conciertos de "qawwali", compran los discos y veneran a los más famosos intérpretes de este género nada tiene que envidiar al de los que consumen rock o pop en Estados Unidos, Reino Unido y sus colonias.

¿Por qué, entonces, quien contesta qawwali en el "quiz" tonto de "cuál es tu música favorita" termina siendo un raruno, mientras que el que dice blues de Mississipi es un tipo informado y cabal? Pues obviamente porque somos víctimas del imperialismo cultural anglosajón. Al escuchar la maravillosa colección de discos de pizarra de RTVE en el programa Melodías Pizarras de Radio 3, a uno le entran fundadas sospechas de que nuestros abuelos, antes de la segunda gran guerra, tenían una cultura, o por lo menos una (digamos) tolerancia al espectro musical del planeta, mucho mayor que nosotros. En España en los años 30 y principios de los 40 las diferentes corrientes de la "música americana" competían en igualdad de condiciones con el calypso, el fado, la copla, el hula hawaiano, la bomba boricua o el biguine de la Martinica, y eran superados por goleada por la conga, el son, la polka o (ya no digamos) el bugalú cubano. ¿Qué hicieron los ganadores de aquella guerra para reducirnos así los cerebros y dar la vuelta a la tortilla hasta el punto de que ahora, quien comenta que Faiz Ali Faiz es su cantante vivo favorito, resulta que es un iluminado o un talibán? ¿Os imagináis qué habría pasado si los gobernantes alemanes hubieran ganado aquella guerra?

Cuando nos preguntasen cuál es el género musical que más nos gusta en el mundo, lo normal sería contestar que la "volkmusic" en general, en especial los grupos de schuhplattler progresivo, ländler electrónico y waltz, aunque también nos molan los cantautores de lied a lo acústico, los clásicos de la Barockmusik o, si nos queremos hacer los muy excéntricos (en el sentido estricto de la palabra), diríamos que nuestra música favorita es el yodel tirolés.

domingo, 2 de noviembre de 2014

El empresario ruso (y su piscina)


Elena. Andrei Zvyagintsev. Rusia. 2011.

El trabajo

Yo creo que ya vamos siendo mayores como para empezar a cuestionarnos el concepto de "trabajo" que nos echaron de comer primero en casa, luego en la escuela, después en el curro, y todo el tiempo en la tele. El trabajo, y mucho más el trabajo asalariado, no es regenerador, ni hace más dignas a las personas ni nada de eso. Todo lo contrario. El trabajo, tal y como está concebido hoy en día, debería ser un motivo de vergüenza para quien lo practica. No es ningún orgullo, sino una lástima, que uno tenga que dedicar infinitas horas al día a estar produciendo algo cuyo beneficio no le corresponde o, como pasa en muchas ocasiones, cuyo beneficio desconoce o simplemente no existe. Ese tiempo, si fuéramos personas dignas y de verdad responsables, deberíamos estar dedicándolo a informarnos correctamente, a aprender cosas nuevas, a estar con nuestros hijos si es que los tenemos y, consecuencia de esas tres obligaciones que "el trabajo" nos impide hacer, a luchar porque el mundo que les espera a las generaciones venideras no sea tan mierdoso como el que nos dejaron en prenda a nosotros nuestros padres. El trabajo es una vergüenza porque en la mayor parte de los casos es tiempo invertido en perpetuar un sistema capitalista odioso y en seguir generando riqueza para unos pocos sujetos que son causantes de cientos de miles de muertos cada año en hambrunas, crímenes de estado, enfermedades inducidas, políticas antimigratorias y guerras. El trabajo es una puta vergüenza porque, en el mejor de los casos, es tiempo perdido inútilmente realizando tareas inútiles que no benefician a nadie más que a esos mismos pocos inútiles de arriba, los que tienen el dinero, las armas y el poder, a los que les conviene mucho inutilizarnos como zombis "trabajando", no vaya a ser que empecemos a dedicar tiempo a buscar información sobre cómo destruir el mundo que ellos se han montado y desenmascaremos la gran hipocresía de la sociedad en que vivimos y la violencia y la muerte que esa hipocresía produce en otras personas iguales a nosotros.

Creo que ya va siendo hora de que nos paremos seriamente a pensar en ese concepto del trabajo y a dejar de creernos pequeños héroes por el mero hecho de que trabajemos muchas horas. No somos madres ni padres coraje por trabajar mucho, somos simplemente unos irresponsables, por no decir unos infantiles, o directamente unos gilipollas. En eso consiste uno de los grandes engaños que la familia, la escuela, la tele ha conseguido inocularnos durante años. Por favor, no se lo transmitamos también a los que vienen detrás.

Muchas personas de mi generación, cuando nos hemos empezado a sacudir ciertas ideas que los libros de texto, las empresas de control de la informaciòn y las abuelas nos tenían impuestas, nos hemos encontrado con esta conversación doméstica:

- Mamá, papá, ¿vosotros qué hacíais mientras en vuestro país todavía se mataba a garrote vil a la gente que pensaba diferente?

- Yo, trabajar, bonito, para labrarte a ti un futuro. Para poder darte de comer, pagar la casa en la que ahora vives...

Muy probablemente los hijos de nuestra generación vendrán dentro de pocos años a hacernos a nosotros esa misma pregunta iniciática, que marcará para siempre el abismo entre ambas generaciones, el mismo abismo de incomprensión que existió entre la generación nuestra y la de nuestros progenitores:

- Papá, mamá, ¿vosotros qué hacíais mientras en la frontera de vuestro país se disparaba y se mataba a sangre fría a las personas que intentaban saltar una valla llena de cuchillas que vuestros gobernantes habían puesto allí? ¿Qué hacíais mientras disparaban y ahogaban a las personas que intentaban cruzar el mar nadando o en barquitos para buscar aquí trabajo y alimentar a los suyos? ¿Qué hacíais mientras la policía perseguía a la gente con piel de color oscuro por las calles, les encerraba en mazmorras llenas de mugre un par de días al mes, les torturaban semanas y semanas en centros de terror que llamaban CIE y les deportaba, a veces matándolos por el camino o dejándolos a su suerte en lugares muy alejados de los lugares de los que habían venido? ¿Qué hacíais, papá? ¿Mamá, cómo llevabas tú lo de que a la gente pobre que no tenía para pagar sus deudas con el banco, ejércitos de policías armados los echasen fuera de sus casas? ¿Qué hacías mientras se le prohibía ir al médico a algunas personas, porque eran pobres y, aunque vivían aquí, no habían nacido aquí? ¿Qué hacías mientras se torturaba a los presos, a los políticos y a los que no lo eran, sistemáticamente en las cárceles? ¿Qué hacías tú, cuando a la gente que se manifestaba en la calle contra ese tipo de abusos, les sometían a montajes judiciales, les condenaban a pagar multas enormes, les encarcelaban y les daban palizas en mitad de la calle? ¿Qué hacías tú mientras mataban a Alpha Pam, a Patricia Heras, a Soledad Torrico, a Juan Andrés Benítez, a Diego Pérez?

- Yo, hijo, trabajar, para labrarte a ti un futuro. Para darte de comer, pagar la hipoteca de la casa en la que ahora vives y el coche que cuando seas un poco mayor te dejaremos que te lleves por ahí. Trabajar para que tú también sigas trabajando y nos compremos todos esa tele de plasma que nos quitará las ganas de hacer preguntas tontas cuando salgamos del trabajo.

Y tus hijos te mirarán con unos ojos de amor tan como platos que parecerá que ha pasado un ángel, o un terremoto, y ha dejado en medio el vacío de toda una vida sin sentido.