Anteyer era domingo, 15 de julio de 2012. Se
cumplían 14 meses exactos de lo que algunos, ilusos, pensamos que podría haber
sido una revolución en Madrid.
Una concentración de funcionarios frente al
Congreso, convocada a través de Twitter bajo el hashtag #AcampadaFuncionarios, se acabó convirtiendo, desde las 9 de la noche,
en manifestación no autorizada por las calles del centro de Madrid (Paseo del
Prado, Recoletos, Atocha, Gran Vía y Carrera de San Jerónimo).
Este humilde redactor, agredido y detenido por
policías nacionales durante una manifestación hace unos meses, y pendiente de
un juicio donde le acusan falsamente de atentado a la autoridad, penado con
hasta 6 años de cárcel, ya no suele ponerse en la primera fila de las
manifestaciones, que es donde ocurren las cosas. Por eso anoche, hacia las
10:30 p.m., nos limitamos a ver pasar la marcha de funcionarios por la Gran
Vía: desde una acera y con cierta desgana.
La primera gran sorpresa que nos llevamos fue
la de reconocer a muchísimos policías infiltrados en la manifestación. ¿Tan
peligrosos iban a ser los funcionarios madrileños como para tener que infiltrar
a todos esos tipos musculosos, reventadores profesionales de manifestaciones, a
los que ya, por desgracia, conocemos bien el aspecto, la vestimenta y hasta las
caras?
La segunda gran sorpresa ocurrió un momento
después: resulta que todos aquellos maderos, cabecitas bien rapadas, mirada inquisidora,
cuerpos deformados por la mezcla de anabolizantes y comida basura, se estaban dizque
“manifestando”. El gobierno de Rajoy les había quitado su paga extra y sus días
de libre disposición, y ellos habían decidido salir a la calle a mostrarle su
descontento. Para ello, y ante la perplejidad de los “quincemeros” que por allí
husmeábamos, se habían apropiado de los eslóganes de nuestra primera acampada:
“¡Vuestra crisis no la pagamos!”, “¡Lo llaman democracia y no lo es!” y “¡Manos
arriba, esto es un atraco!”
Eso cuando cantaban. Porque la mayor parte del
tiempo, el 50% de policías que conformaban aquella mani, junto al otro 50%
compuesto por bomberos, profesores, empleados de oficinas públicas y demás
familia, marchaban en silencio.
Hacia las 10:45 p.m. este redactor no pudo
aguantar su cólera. En la acera de la Gran Vía, a la altura de la Calle
Montera, y aprovechando el eslogan “¡No nos mires, únete!” que alguno de los
funcionarios iba canturreando, me puse a gritar el viejo eslogan libertario: “¡Los
maderos, no son obreros!” Inmediatamente, empecé a sentir las miradas
inquisidoras procedentes de varios grupitos de policías que marchaban
ilegalmente por la Gran Vía. Eran miradas de “te estoy fichando, ya sé quién
eres, no te pongas chulo porque te voy a joder la vida”. Después de cinco años
viviendo en Madrid, uno ya puede distinguir bien esas miradas, y reconocer a un
policía español en cualquier circunstancia. Un agente que marchaba de la mano
de su novia, después de escuchar mi grito y hacerme el consuetudinario fichaje
visual, se encaró conmigo y me llamó “subnormal” y, cómo no, “perroflauta”.
- “Subnormal. ¿Qué dices, perroflauta?
¡Perroflauta!”
Yo me tuve que callar la boca. No me
extrañaría nada que el madero ese se hubiese venido a la mani con su arma
reglamentaria. Cualquier discusión con él, si yo me ponía chulo, podía acabar
arruinándome la vida.
Al lado de los funcionarios, casi
escoltándolos, marchaban los antidisturbios. Ayer, en vez de dar hostias en la
cabeza y disparar balas de goma a ancianos y niños, lanzaban sonrisas a quienes
cortaban la calle e impedían el libre tránsito de los vehículos. En el Twitter,
hacia las 11.30 p.m., el famoso “twittero” @Fanetin anunciaba a bombo y platillo que los antidisturbios se habían
quitado sus cascos en solidaridad con los manifestantes que se congregaban
junto al edificio del Congreso en la Carrera de San Jerónimo. En realidad, los mercenarios de las UIP
llevaban desde las 8 de la tarde intercambiando chascarrillos con sus
compañeros, por una vez convertidos en manifestantes de verdad, no disfrazados.
Lleno de rabia e impotencia, bajé la calle
Montera hacia la puerta del Sol. Allí nos quedamos mirando a los manteros que intentaban
vender su mercancía en una esquina de la plaza. La mera contemplación de esa
escena, cualquier día o cualquier noche del año, es algo que debería motivar la
indignación y la rabia de los ciudadanos españoles y hacerlos salir a la calle
a cambiar las leyes, el orden establecido, el sistema o como quieran llamarlo. Policías
municipales y nacionales (de uniforme y de paisano) los hostigan a cada minuto,
los persiguen con sus motos como si fueran carne de cacería, mientras ellos,
casi todos africanos y sin permiso de residencia, intentan ganarse la vida
vendiendo gafas de colores, deuvedés con las últimas películas de Hollywood, y
sobre todo bolsos, bolsos de imitación de Gucci y otras marcas de renombre. Los
compran a 8,50 euros en los bazares de ropa y complementos al por mayor que hay
por el centro de Madrid, y los venden a 15 euros, con suerte, a los turistas
que pasean por los lugares más emblemáticos de la capital. De esos lugares
emblemáticos, la puerta del Sol es el espacio clave. Unos segundos con la manta
apoyada en el suelo de esa plaza puede depararles la venta de un artículo. 7
euros de beneficio con los que pagar la comida de esa noche, ahorrar para los
100 o 150 euros del alquiler del sótano en el barrio de Lavapiés que comparten
con 6 o 7 compañeros de trabajo, o quizá para mandárselos desde algún locutorio
a sus familias en Senegal, Gambia o Camerún.
Son los esclavos modernos, el último eslabón
de esta sociedad que de verdad ha vivido durante años, no por encima de sus
posibilidades, sino pisoteando la dignidad de los parias de otros lugares del
mundo.
Pues bien, anteayer los esclavos manteros y los negreros que los reprimen y violentan a diario coincidieron en una
situación extraña: los unos intentaban sobrevivir como todos los días al
infortunio de haber nacido en el lugar equivocado del mundo, y los otros se
manifestaban por primera vez en su vida contra el recorte de su paga. En
realidad, los africanos no se estaban enterando de nada. Miraban, como hacen
siempre, a un lado y a otro, preparados para tirar de la cuerda y salir
corriendo al menor atisbo de policía municipal en los alrededores. Saben que un
descuido puede costarles carísimo: perder los 100 o 120 euros invertidos en la
mercancía a manos los policías; irse a casa con una multa de 200 o 300 euros
que, de no pagarse, bloqueará cualquier petición de residencia por arraigo que
pretendan hacer en el futuro; pasar dos noches en los inmundos calabozos de la
comisaría de Leganitos o de Aluche por no tener los papeles en regla... Quienes
se tomen la molestia de acercarse a hablar con estos vendedores ambulantes sabrán que cada uno de ellos ha pasado más de
veinte veces por los calabozos de las comisarías de Madrid, por la única razón
de ser negros y no tener permisos de residencia en regla. Escucharán historias
de palizas de los funcionarios, de robos, de vejaciones, de insultos racistas.
Les oirán contar que en Navidades es mejor no vender perfumes, porque los
policías están interesados en llevarse a su casa esa mercancía. Les oirán decir
que los días previos al Día de la Madre es peligroso andar vendiendo bolsos de
marca, porque las mujeres de los agentes, o los revendedores de turno, están
esperando con ansia a que se los confisquen.
"Eso no es vida, joder", pensamos
una vez más y nos acercamos a grabar un poco a los manteros mientras hacen su
trabajo. Intentamos reflejar el absurdo de este país nuestro, que dicen que se
está levantando por sus derechos. Como en un agujero negro donde se concentraba
la injusticia de una sociedad absurda, por un lado de la Plaza de Sol
transcurría la manifestación ilegal de policías, militares y demás
funcionarios, muy soliviantados ellos, camino del Congreso. A pocos metros, los
manteros se ganaban su sustento con un estrés y un riesgo para sus vidas que a
cualquiera de aquellos funcionarios, con vivirlo una semana nada más en sus
vidas, los sumiría en una profunda depresión o les haría pensar seriamente en
el suicidio.
Entonces contemplamos una escena vomitiva,
lamentable. Un grupo de policías bajaban por la calle Montera para unirse a la
manifestación que transcurría por el otro lado de la plaza. Tal vez se habían
quedado rezagados y no habían podido acompañar al grupo de manifestantes en el
recorrido entero por la Gran Vía hasta Callao y luego por Preciados. Al verlos
los manteros enseguida los reconocieron. Debían ser policías municipales de los
que patrullan por el centro y los vendedores inmediatamente se pensaron que
venían a por ellos, vestidos de paisano. Con pánico en los ojos, hicieron el
ademán de recoger sus mantas para salir a la carrera. Los municipales se
intercambiaron miradas entre ellos, se echaron unas buenas risas, se
cachondearon un poco. Una de las funcionarias, en plan compasivo, al fin les
dijo: "No, no, hoy no, hoy podéis quedaros." Uno de los chicos negros
les preguntó, con toda la lógica del mundo: "¿Mañana tampoco?". Y
ella le respondió, maternal y asesina: "No, mañana no."
Mañana no: mañana volverán esos policías sin
corazón a salir a la caza del negro, a perseguir trabajadores ilegales con que
llenar sus sórdidos calabozos o sus CIE, llenos de sangre y de excrementos
humanos. Saldrán a torturar y a abusar de la gente, y a encañonar a los más
débiles, y a hacer disparos al aire en cuanto alguno de los esclavos se atreva
a levantar la voz contra lo que están haciendo, contra lo que es injusto.
Anteayer, como todos los días, los policías estaban
en la calle luchando por su paga extraordinaria. Ellos sí que no son obreros.