A los catolicones españoles nos da mucha risa, cuando viajamos a Estados Unidos, que en el avión nos hagan firmar un papelito en el que digamos que no llevamos armas de destrucción masiva, que no hemos participado en ningún holocausto, y que si nos acostásemos con una señora distinta a nuestra mujer, se lo contaríamos a nuestro padre.
Stellet Licht, al enseñarnos cómo viven y se comportan esos menonitas de cara rosada que ocupan las tierras del norte de Chihuahua, también nos ayuda a comprender a ese pueblo de puritanos que emigró a toda América del Norte, que fue empoderándose a punta de trabajo, rectitud y sangre ajena, y acabó apoderándose del mundo entero.
No sólo es que no conciban la mentira, sino que toda su vida y sus actos están a la sombra de un dios que lo dispone todo. Están acostumbrados a que el perdón divino no se trueca por penitencias, de modo que su paso por el mundo está trágicamente marcado, señalado. Los personajes interpretan las órdenes de dios a través de sus pasiones, sus sensaciones en medio de un paisaje abrumador en el que cada acto es algo solemne, un milagro. Así es como dicen que entiende la vida Bush, que era capaz de decidir sobre la existencia de un millón de congéneres más o menos según la temperatura del aire que soplaba un día o según su acidez de estómago.
Carlos Reygadas sabe mostrarnos como nadie a esos muñecos dominados por la paranoia de dios. Él, un señor que trabajaba como abogado y funcionario gris de las Naciones Unidas, posiblemente grabó hace dos años una de las películas más bellas de la historia del cine. Su método consistía en hacer de cada fotograma una fotografía maestra, hacer que cada segundo en que el espectador contempla, se sienta abusado por alguien con ojos limpios capaz de atravesarlo todo.